Enrique Múgica, la soledad del corredor de fondo
Tenía la política no solo como un género o un compromiso, sino como la consecuencia de una idea de servicio al partido
En 1982, cuando se iba a constituir el Gobierno de Felipe González, Fernando Morán llamó a este periódico para preguntar si aquí se sabía si él iba para ministro. Al día siguiente fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Algo parecido pudo haber hecho, en remodelaciones sucesivas, Enrique Múgica Herzog. Morán era un funcionario que consideraba que ser ministro era hacer del área de su preferencia un camino de perfección para que fuera esencia de Europa.
Múgica era igualmente despistado, un hombre expansivo, y muchas veces ingenuo. Tenía la política no solo como un género o un compromiso, sino como la consecuencia de una idea de servicio al partido. Ese compromiso incluía también su deseo persistente de pertenecer a un gabinete. Abrazó ese cargo con entusiasmo, y se desempeñó en él tal como era, combinando su pasión vital con su compromiso político. Su llegada al ministerio fue para él como el final de una carrera, que se prolongó menos de lo que él creyó merecer. Pero, antes, cuando el partido lo envió a una delicada reunión con el general Armada cumplió como un militante y luego aguantó los chaparrones. Ni entonces perdió el humor.
Ese empeño político suyo se había fraguado en el Partido Comunista, y se prolongó en las décadas que sirvió como militante destacado del PSOE. Un compañero suyo decía ayer que el franquismo llevó a Múgica primero al PCE, sin ser comunista, y de ahí lo trasladó al PSOE sin que eso “le redujera su independencia, que no era otra cosa que su pasión indeclinable por la libertad”.
Su camino al socialismo tuvo un escalón intermedio, cuando él y otros compañeros de militancia democrática (Javier Pradera, Dionisio Ridruejo, Ramón Tamames, Fernando Sánchez- Dragó…) se juntaron en la primavera de 1956 para exigir libertades universitarias. Esa reivindicación los llevó al confinamiento. En abril de 2009 el Senado juntó a algunas de aquellas ya viejas glorias (a las que se unieron Jorge Semprún y Miguel Boyer) para conmemorar aquel tiempo. Por unas razones o por otras, Múgica había perdido pie en la historia de algunas amistades que nacieron en la militancia política; pero el clima que se vivió en esas jornadas (organizadas por el catedrático de Historia de las Constituciones Antonio Rodríguez Pina) dieron argumento para sentir que aquella camaradería antifranquista renacía en las aulas del Senado como si por ellos no hubiera pasado la apisonadora del desdén o del olvido.
La banda criminal ETA, que asesinó a su hermano Fernando, representó para Múgica el largo epílogo de su vida como militante socialista. Se mostró de muchas formas en desacuerdo con la hoja de ruta de su partido con respecto a la lucha contra la banda armada. Aunque atenuada por esas desavenencias, él nunca dejó la militancia.
Santos Juliá dice en Transición que Múgica formaba parte de aquellos “jóvenes espiritualmente asfixiados, carentes de libertad de pensamiento y espíritu” que habían crecido “bajo una dictadura fascista luego sustituida por una dictadura clerical”. Siempre fue un demócrata, un hombre libre, alegre, al que le brillaban los ojos cuando se encontraba un viejo conocido, aunque ya no fuera exactamente su amigo. Con un puro en la boca, en la plaza de toros, Múgica era, como Kim de la India, el amigo de todo el mundo. Nunca estuvo solo, pero a veces en su alma habitó la soledad del corredor de fondo.
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