Paco Morales: “Cada día imagino que cocino para Abderramán III en Medina Azahara”
El responsable de Noor se planteó hace ocho años desempolvar y actualizar en Córdoba el ancestral recetario de la cocina andalusí. Rosa Tovar aportó su enorme erudición. El resultado es un restaurante con tres estrellas Michelin que es además todo un libro de historia
Todas las historias del mundo están ya contadas en Las mil y una noches, incluso las que todavía no han ocurrido, asegura el narrador oral Héctor Urién. En la noche 351 de este libro aparece un cuento que relata lo que siglos después le ocurrirá al chef Paco Morales (Córdoba, 43 años). Es la historia de un mercader empobrecido de Bagdad, al que en sus sueños se le aparece un hombre que le dice que en El Cairo encontrará la fortuna. El mercader emprende el viaje y, cuando por fin llega, muert...
Todas las historias del mundo están ya contadas en Las mil y una noches, incluso las que todavía no han ocurrido, asegura el narrador oral Héctor Urién. En la noche 351 de este libro aparece un cuento que relata lo que siglos después le ocurrirá al chef Paco Morales (Córdoba, 43 años). Es la historia de un mercader empobrecido de Bagdad, al que en sus sueños se le aparece un hombre que le dice que en El Cairo encontrará la fortuna. El mercader emprende el viaje y, cuando por fin llega, muerto de cansancio, se refugia a dormir en una mezquita. Esa misma noche unos ladrones asaltan aquella mezquita, y cuando la policía acude, solo encuentra ya al pobre mercader que sigue durmiendo. Lo muelen a palos y lo encierran. Cuando le preguntan de dónde viene y a qué ha venido, el mercader les cuenta que vino de Bagdad por un sueño. El policía se ríe de él, le deja libre, le da unas monedas para que vuelva a su tierra y le aconseja no volver a fiarse de los sueños: él mismo ha tenido varias veces un sueño absurdo en que un hombre le dice que hay una casa en Bagdad en cuyo jardín hay un tesoro, y no por eso emprende un peligroso viaje. Al escuchar la descripción que el policía hace del jardín de esa casa, el mercader entiende que es la suya, y, al volver a Bagdad, encuentra allí un tesoro que le saca de la miseria.
Paco Morales se largó de su Córdoba natal con 18 años, no quería seguir ayudando a su padre con los pollos asados y las comidas preparadas. Había visto en pantalla a un tal Ferran Adrià inventándose cosas inimaginables, platos de los que nadie le había hablado en la escuela de hostelería de Córdoba donde hizo su formación profesional. Se despidió del negocio familiar, sin padrinos ni ahorros, y como aquel mercader bagdadí de Las mil y una noches, se fue a perseguir el sueño que vio en esos vídeos.
El viaje fue largo, hizo prácticas en elBulli, después ocupó el cargo de jefe de cocina en Mugaritz y de allí se fue para alcanzar su destino: montó su primer restaurante en un hotel de Madrid. Le fue mal. Montó otro restaurante en un hotel de Valencia donde le dieron inmediatamente una estrella. Se estrelló. En ambos restaurantes se comía bien, pero podría discutirse si en España funciona esa cosa tan de Nueva York, Londres o París de los restaurantes en hoteles.
En cualquier caso, Morales descubre un destino idéntico al del mercader bagdadí, el sueño que perseguía se había concretado en un palo detrás de otro. Aquí es donde la historia da el mismo giro que en el cuento árabe. Desmoralizado y con una enorme sensación de fracaso, Paco Morales siente que tiene que inventar algo y que no puede volverse a equivocar, sabe que en la cocina de vanguardia ya está todo el territorio ocupado por chefs mediáticos, y empieza a buscar a tientas un nuevo concepto en el pasado. Es entonces cuando alguien le presenta en Madrid, donde hace de asesor en la cocina de un gran hotel, a una veterana cocinera que entonces frisa los 70 años, y que resulta ser además una erudita historiadora de la gastronomía: Rosa Tovar. Después de algunas conversaciones con ella, Paco obtiene la revelación de que el tesoro que buscaba está escondido en el lugar de donde se largó para buscar fortuna, convencido de que jamás regresaría.
Ese tesoro enterrado no era otra cosa que el desconocido legado andalusí, que ningún gran chef hasta entonces había reivindicado. Morales se fue a excavarlo entre los restos del viejo bar Memphis, un local que su padre le ofreció en el humilde barrio en que años atrás Morales se quedaba en casa cocinando para el negocio familiar a la edad en que otros niños jugaban en las calles.
Resucitar el esplendor de la Córdoba califal en el bar de la esquina de un arrabal de casitas bajas, lejos de cualquier vestigio monumental de la que fue la metrópolis más rica y poblada de la Europa medieval, es seguramente el empeño de un loco. El poeta William Blake escribió que “si un loco persiste en su locura, se volverá sabio”, y Morales, que si algo tiene es una tenacidad cerril, se acogió a este aforismo. En el momento en que decidió inspirarse en el pasado de su ciudad para crear algo nuevo, inició una investigación para averiguar qué cosas podrían haberse servido en un banquete del año 1000. Para ello se apoyó en los conocimientos históricos de Rosa Tovar, que ocho años después de la apertura de Noor tiene 77 años y está sentada con su bastón disfrutando del último menú de Paco Morales, aquel con el que defiende en cada servicio la codiciada tercera estrella Michelin. Tovar no solo le dijo lo que podría haber en ese banquete milenario, sino, sobre todo, lo que jamás podría haber.
—Me acuerdo de cuando ibas a abrir y lo primero que me dijiste fue: “Les voy a dar a mis clientes para entrar un té”. Y yo te dije que no, entonces no había té.
El pobre Paco, desolado:
—¡Ostras! No me jodas, que tengo preparado el té.
Paco Morales recuerda sus inicios con cierta angustia. Ceñirse a la historia era una apuesta arriesgada. En la Córdoba donde él se miraba para crear el primer menú de Noor no había té y, peor aún, tampoco había cacao, ni pimientos, ni patatas ni tomate, y el cerdo estaba prohibido. Las carencias a las que escogió someterse para innovar eran muy severas para un paladar de nuestra época.
“Al final lo resolvió dando un refresco de agua con vinagre que era espectacular”, recuerda Rosa Tovar, que en los comienzos de Noor no dejaba de desbordar al cocinero con apuntes de oscuros textos árabes que demostraban que el hojaldre, la ratatouille, la muselina o los escabeches llegaron a las cocinas europeas a través de al-Ándalus. Poco queda de las recetas de aquella época, aclara Tovar, pero se pueden inferir las técnicas, se conocen muchos ingredientes, y para una mente como la de Paco Morales, ella tiene claro que eso de las recetas importa poco: lo nuevo a veces surge cuando uno mira a ese pasado que está ya más allá del alcance de la memoria y aplica la imaginación para resucitar aquello que su espíritu nos inspira.
A la hora de pensar el repertorio de Noor, Morales ha sido fiel a la máxima de los artistas que han hecho grandes hallazgos: imponerse con disciplina unas limitaciones, acotar el terreno de juego y descubrir las posibilidades insospechadas que aparecen cuando uno renuncia a lo obvio.
El ejemplo más elocuente de las soluciones que este chef ha hallado para suplir una gran ausencia de las despensas precolombinas, la del cacao, es el de la recuperación del algarrobo. Esta vaina arbórea hoy despreciada en la cocina, que hallamos tirada en el suelo de cualquier paisaje mediterráneo, le sirve para hacer tartas oscuras y amargas, con un punto cafetero, que pocos comensales hoy podrían diferenciar del chocolate. Faltando de todo, el cocinero cordobés consigue que no falte de nada.
“Yo vengo cada día a trabajar diciendo: tengo la responsabilidad de los cocineros de la corte. A mí eso me pone muy cachondo. ¿Qué me imagino yo aquí siempre? Que cocino para Abderramán III, en Medina Azahara, y que un día viene un músico; otro, un escritor, o un viajero de tierras lejanas”, dice.
La mayoría de los comensales son viajeros que visitan la ciudad y que acuden a Noor bajo el influjo de su visita a la mezquita de Córdoba
Morales ha introducido los rituales propios de esa corte, siguiendo las enseñanzas de Rosa Tovar, y de manera muy sobria y con pocas palabras trasladan a los comensales a una liturgia: el agua de azahar con la que se lavan las manos en la puerta, que aviva ya el olfato, la caja metálica en que un camarero por cada comensal entrega la servilleta.
Esta fantasía palaciega con la que Paco Morales acude a su pequeño restaurante es necesaria para sobrevivir al día a día de un tres estrellas. Hay que entender que en un restaurante de esta sofisticación el menú es innegociablemente rígido, cada plato se mantiene perfecto e invariable durante una temporada para luego desaparecer de la carta en la siguiente. Durante esos meses, el equipo entero debe componer cada día el mismo plato que se hizo ayer y que se hará mañana con una precisión de relojero. Esta monotonía exige además una concentración absoluta. Impresiona el silencio tan solemne de esta cocina, que está abierta a la sala y termina pasando inadvertida. Lo único que en Noor cambia día a día son los comensales, casi siempre viajeros que visitan la corte y vienen ya bajo los efectos espirituales de una visita previa a la mezquita. En cierto sentido es exactamente lo contrario a un restaurante de menú, donde cada día se come lo que haya, las comandas se chillan y los parroquianos, que son siempre los mismos, tienen una familiaridad con los camareros, que entran y salen de sus conversaciones sobre los titulares del día.
Sobrevivir a la monotonía de la rutina perfeccionista de Noor es difícil, cuenta Paola Gualandi, jefa de cocina y mano derecha de Paco Morales: “A veces llegas aquí y dices, ¿otra vez tengo que empezar? Para nosotros a veces resulta casi cansino, es muy repetitivo, pero la emoción que ves en el cliente al final de su comida y la manera de darte las gracias te quitan esa sensación”.
Las razones para mantener la ilusión cada día son muy concretas, y vienen en forma de recuerdos. Gualandi no olvida a una pareja de vecinos del barrio que pasaban a menudo por delante de Noor, un establecimiento que sigue esa tradición tan árabe de ocultar a los de fuera lo que ocurre dentro de la casa, donde no hay ventanas, sino la luz cenital que viene del cielo. Ambos morían de curiosidad por saber lo que allí ocurría, y ahorraron largo tiempo para poder permitirse el capricho de desvelar lo que Noor escondía. Cuando les contaron el esfuerzo que habían hecho, la jefa de cocina entendió la inmensa responsabilidad que tienen cada día de cumplir con esas expectativas.
Gualandi y Morales, que jamás se ausentan un día, se asoman con discreción a la sala durante todo el servicio para mirar las caras de los comensales, y leer en sus expresiones el placer y la sorpresa según se suceden esos pasos coloridos que da pena romper con la cuchara, en los que conviven elementos fríos y calientes, de varias texturas, en un difícil equilibrio. Tratan de evaluar la satisfacción del cliente en cada gesto que captan. Cualquier fallo que el chef percibe, real o imaginado, le sume en la desesperación. Él dice que está aprendiendo a superar este rasgo de carácter, pero cabe sospechar que relajar su obsesión por la perfección sea quizás para él una tarea más difícil que haber conseguido la tercera estrella. Su restaurante es el reflejo luminoso de esa personalidad obsesiva.
Cuando el fotógrafo Joseph Fox se dispone a fotografiar uno de los platos más emblemáticos, el karim de sésamo, escoge aquel que ha llegado con una grieta en el helado. Paco Morales, a cuya mirada nada escapa, frunce el ceño molesto y le pide que no saque precisamente ese: tiene una imperfección y refleja mal su trabajo. Joseph le contesta que ha escogido ese precisamente porque tiene una imperfección, y como fotógrafo, lo que refleja bien su trabajo es retratar la singularidad, que muchas veces se manifiesta en una imperfección. El choque entre ambas visiones fue inevitable, pero hay que entender la fidelidad de este cocinero a su ideal, que es el del arte islámico, donde los patrones simétricos que conforman la decoración de las mezquitas y palacios, de la cerámica o los tapices, son una expresión de un dios inteligente que insinúa el orden del universo a través de la belleza de la matemática. Cada plato de Noor observa con devoción las leyes de esa estética matemática de al-Ándalus, y por eso dejar pasar una incorrección es un pecado que Paco Morales no está dispuesto a permitir. Tiene la responsabilidad del cocinero de la corte.