Deje usted la dieta para mañana

Si se nos pide medio salario mínimo por comer en un restaurante, queremos que lluevan las trufas

El cocinero Abraham García, el año pasado en Madrid.Andrea Comas

Hay muy pocas cosas más divertidas que dar rienda suelta al cascarrabias interior, y hay muy pocas cosas que lo provoquen tanto como la cursilería —­elija usted el horror adjetival— foodie o gastro. Será que nada dice tanto de nuestras supersticiones como nuestras neveras, y si hoy estamos con las semillas de chía solo podemos sonreír al recordar aquellos años noventa en que el milagro nutricional se llamaba lecitina de soja y, al comerse un huevo, uno parecía esta...

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Hay muy pocas cosas más divertidas que dar rienda suelta al cascarrabias interior, y hay muy pocas cosas que lo provoquen tanto como la cursilería —­elija usted el horror adjetival— foodie o gastro. Será que nada dice tanto de nuestras supersticiones como nuestras neveras, y si hoy estamos con las semillas de chía solo podemos sonreír al recordar aquellos años noventa en que el milagro nutricional se llamaba lecitina de soja y, al comerse un huevo, uno parecía estar tonteando con la muerte. Naturalmente, en todo esto también hay una frivolidad que puede ser una delicia: cuando era niño, en Madrid parecía no haber otra cosa que zarajos; hoy aterriza allí un marciano y piensa que la especialidad regional es el niguiri. Otras veces, sin embargo, nos sale el ogro: te dicen con voz melosona “que disfrutéis, chicos” y casi suspiras por los tiempos en que el vecino de mesa eructaba un brutal “¡que aproveche!” y salía del local loma arriba como Curro Jiménez.

Me ha llamado la atención, con todo, un cambio —­ellos dirían “evolución”— en nuestros cocineros. Hasta hace unos pocos años parecían filósofos. Usaban —­empezando por la “deconstrucción”— una jerga mistérico-académica. A uno le servían un “rioja de alta expresión” —je— y aquello no era beber vino: tenía que ser una comunión mística. Ahora vemos que de intelectuales han pasado a parecer coaches de vida saludable: bravo por ellos, aunque queda un poco discordante si lo que quieren es que vayamos a comernos un menú de 5.000 calorías. Ojo, que aquí estamos a lo que diga la OMS, pero James de Coquet —un viejo crítico de Le Figaro— ya escribió que el exceso es un plato que hay que probar de cuando en cuando. Y si se nos pide medio salario mínimo por comer en un restaurante, queremos que lluevan las trufas y no ver qué tal ha fermentado la kombucha. De todas las cosas que se pueden dejar para mañana, la dieta es la más agradecida.

Con sus formas abaciales, a Abraham García y a Iñaki Camba nadie les podría confundir nunca con su monitor de zumba: más bien tienen pinta —benditos sean— de haber sido de esos niños que metían el dedazo en el pastel. Uno es de La Sagra y el otro de San Sebastián. Uno acaba de cerrar Viridiana y el otro ha cerrado Arce. No me meteré a hacer jerarquías ni a decir que si la cocina fusión de uno o la nueva cocina vasca del otro: tampoco sé si se quieren o se odian. Sí sé que ninguno de los dos ha cogido un sifón si no es para preparar un vermú o, como mucho, amenazar a un proveedor. Que han sido alabados por vanguardistas y esnobeados por demodés sin dejar de dar de comer bien un solo día. Y que, gracias a sitios como Arce y Viridiana, capaces de aportar relieve e interés a una ciudad, Madrid era más que otra capital donde comprar las mismas zapas de diseño que en cualquier otra parte. Como todos los buenos restaurantes, tenían al final algo de club.

Viridiana, por ejemplo, no se terminaba nunca. Lo digo de modo literal: los estómagos mejor dotados han encontrado allí su horma, y más de un epicúreo acabó por pedir clemencia a la cocina. Con esa ligereza de la juventud, una vez terminamos ahítos, derrotados, después de una lamprea. Era de noche y ya no sabíamos si pedir la cuenta o, directamente, una ambulancia: en ese momento, Abraham se acercó para preguntar si íbamos a seguir con carnes rojas. Otra vez dejamos caer que queríamos algún vino añejo, ya hecho. Apareció con un Puligny del 76, quizá para demostrarnos que los que estábamos poco hechos éramos nosotros.

Ante una pregunta similar, en Arce nos pusieron una copa de Fuenmayor —un rioja— del 54. Tal vez, al final, el mayor contraste entre Abraham y Camba sea que Abraham podía venir a leerte unas páginas de Jünger a la mesa, mientras que Camba se limitaba a preguntar si teníamos “hambre, apetito o gana”. Sus restaurantes han sido una fiesta, pero uno es un genio retórico y el otro siempre ha sido una esfinge. Un día comía con una chica muy pija y, al terminar, Camba nos dijo si queríamos una copa. Ella, con su francés de alta doma, pidió una “prune de Souillac”. Momento de estupor en la mesa: pedir ese aguardiente es algo que no se esperan ni en Souillac. Camba volvió en un minuto con su “prune” y con su cara de no estar en absoluto impresionado. Gracias siempre, Abraham García, Iñaki Camba.

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