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A 30 kilómetros de la frontera entre Irak e Irán, Zainab recolectaba la delicada trufa del desierto. La acompañaban su madre y su hermano mayor. De pronto, un explosivo detonó bajo sus pies lanzándolos varios metros por el aire. Hace dos años de aquel incidente. Zainab sobrevivió, pero perdió la vista y también a su madre. En los aledaños de la mezquita de Al Nuri, en el casco viejo del oeste de Mosul, en 2017, una mujer se inmoló con explosivos pegados a su cuerpo. Acabó con la vida de decenas de civiles. Allí se encontraba Noor, una niña de 13 años que sobrevivió al ataque, pero que lleva las cicatrices grabadas en su cara y en su cuerpo. A Dalia, su madre y su padre la acompañaban a comprar cuadernos para el nuevo año escolar. Alguien había pegado kilos de explosivo en los bajos de un carrito. El supermercado se convirtió en un baño de sangre. Al menos 30 personas perdieron la vida. Extremidades por el suelo, gritos y humo es lo único que recuerda Dalia. Ahora depende de una silla de ruedas. Se estima que Irak es uno de los países más contaminados con artefactos explosivos. En las zonas antes controladas por el ISIS y afectadas por conflictos que han azotado Irak, se encuentran enterrados, adheridos a frigoríficos, ocultos entre escombros o en juguetes. Una situación que es un gran riesgo para la infancia. En 2021, según Unicef, 52 niños murieron y 73 resultaron mutilados por esos explosivos. Esa organización lanzó este proyecto en colaboración con el fotógrafo Diego Ibarra, que regresa a Irak para documentar los efectos de los restos de la guerra en zonas urbanas.
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Las heridas abiertas de la infancia en Irak

Un legado de muerte, traumas, abandono escolar y un futuro incierto golpean a los niños iraquíes, el eslabón más débil de un conflicto interminable. El fotógrafo Diego Ibarra Sánchez viaja a ese país, en colaboración con el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), con el objetivo de retratar a la niñez perdida por la guerra.

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