La finca donde se resucita la tierra
La agricultura convencional destruye la vida del suelo imprescindible para capturar carbono. Hay técnicas de cultivo que devuelven al suelo lo que se le ha quitado
En el altiplano murciano, en terrenos de Caravaca de la Cruz, a 1.100 metros de altitud, los cultivos de cereal copan, dibujando cuadrículas, unos campos pobres y duros de roer para el agricultor. Desde la carretera se percibe la extrema aridez de la zona, una de las más desertificadas de Europa, de clima extremo y escasas pero torrenciales lluvias. Al final de un camino sin asfaltar, en una pequeña elevación, aparecen unos edificios en ruinas y una verja abierta, puerta de entrada a La Junquera, ...
En el altiplano murciano, en terrenos de Caravaca de la Cruz, a 1.100 metros de altitud, los cultivos de cereal copan, dibujando cuadrículas, unos campos pobres y duros de roer para el agricultor. Desde la carretera se percibe la extrema aridez de la zona, una de las más desertificadas de Europa, de clima extremo y escasas pero torrenciales lluvias. Al final de un camino sin asfaltar, en una pequeña elevación, aparecen unos edificios en ruinas y una verja abierta, puerta de entrada a La Junquera, el epicentro del proyecto Regeneration Academy. La finca, de 1.100 hectáreas, está destinada a la agricultura regenerativa, un sistema de cultivo que, además de ser ecológico, potencia la recuperación del suelo al que las prácticas agrarias convencionales e intensivas han extraído toda la vida, acabando con la materia orgánica formada por millones de microorganismos. Esa destrucción se lleva por delante además su capacidad de almacenar dióxido de carbono, el principal gas de efecto invernadero responsable del cambio climático.
La Junquera destila juventud y determinación. Los responsables del proyecto creen firmemente en que el futuro de la agricultura y el sistema alimentario implica producir sin sobreexplotar el terreno y sin destruir la biodiversidad. “Pero no renegamos del tractor, no se trata de volver al pasado, sino de utilizar la tecnología de una forma racional y generar una actividad económica rentable que repercuta en la comunidad local”, aclara Jacobo Monereo, economista y director del proyecto.
La Junquera estuvo dedicada al monocultivo convencional de trigo hasta que en 2011 Alfonso Chico de Guzmán, graduado en Administración de Empresas en Boston, se trasladó a esta finca propiedad de su familia desde hace dos siglos con una visión diferente de negocio. En 11 años han diversificado la producción y cultivan cereales, almendros, pistachos, plantas aromáticas, vides o manzanos y productos de la huerta, siempre con técnicas centradas en la restauración del suelo. La práctica agrícola va unida a la actividad en la propia academia, en la que estudiantes, profesionales, investigadores y emprendedores contactan con la agricultura regenerativa y retroalimentan el proyecto con sus aportaciones. El círculo se completa con los voluntarios del Camp, que se forman y ayudan en los trabajos.
Ferdi Ernest, un jubilado francés de 63 años, y Clemence Zeegers, estudiante belga de 18 años, son dos de los voluntarios que colaboran con el proyecto. No es la primera vez que visitan la finca. Ernest estuvo un mes en noviembre pasado y Zeegers la conoció hace tres años, cuando vino con sus padres. Sentados en una rústica mesa de madera, al lado de la cabaña donde viven, cuentan con entusiasmo la experiencia. Están asombrados con el cambio. “Antes no había aquí nada, ahora han crecido hierbas, flores, los almendros…”, explica, mientras mira a su alrededor. Ellos ayudan y al mismo tiempo aprenden, plantando y cuidando la huerta.
Según cuenta, Ernest llegó a este mundo “por casualidad”. Hace dos años, en un viaje a Uganda, conoció a John D. Liu, cineasta, ecologista e investigador estadounidense que fundó Ecosystem Restoration Camps, un movimiento mundial que tiene como objetivo restaurar ecosistemas dañados a gran escala. “Viajamos juntos y pensé que esto podría ser muy interesante; me matriculé en un curso de nueve meses y aquí estoy”, explica risueño. Viven sin comodidades, pero dice que vale la pena. “Queremos hacer algo importante para el mundo”, responde a su vez Inés Lappe, una bióloga alemana de 25 años que conoció a su pareja en otro proyecto similar.
El modelo que siguen consiste en labrar la tierra lo menos posible para no romper las raíces, evitando así el deterioro de la materia orgánica y logrando un aumento de la biodiversidad; en mejorar el aprovechamiento del agua y en la sustitución de los agroquímicos de origen sintético por compost o por las deposiciones del ganado. Este sería el caso de las ovejas propiedad de un pastor de la zona con el que La Junquera acordó que los rumiantes se alimentaran en ella a cambio de un pago, “en mierda, literalmente”, explica Monereo. Es la combinación perfecta de ganadería con agricultura, para lo que también utilizan a las 25 vacas de la raza murciano-levantina, de la que solo quedan unos 40 ejemplares, que están intentando recuperar. En cuatro o cinco años esperan fabricar el suficiente compost de lombriz para cubrir las necesidades de fertilización de la finca.
El manejo del agua es imprescindible: “Aquí no cae una gota en siete meses y de repente te llegan 150 litros en una hora y arrasan con todo”, indica Monereo. Estiman que se produce una pérdida de suelo de unas 20 toneladas por hectárea al año y en algunas zonas de hasta 80 toneladas. “Eso afecta al cultivo, porque se pierden los primeros 20 centímetros, que es donde se encuentra la parte fértil del suelo”, agrega. Para evitarlo, experimentan con franjas de infiltración que ralentizan la velocidad del agua y favorecen su retención. Y en los últimos meses han plantado 10.000 árboles, que reducen la erosión, en colaboración con Life Terra, un proyecto cofinanciado por la Unión Europea.
No todo ha sido un camino de rosas. Las viviendas de la pedanía de La Junquera, abandonadas por sus habitantes en los años sesenta, se encontraban en muy mal estado, y el primer intento de producción de verduras ecológicas, que Chico de Guzmán plantó “en un trozo de huerta”, fracasó. “El transporte en frío era muy complicado; también probé con distribuidoras, pero no funcionó”, aclara el fundador del proyecto, que siempre tuvo en mente “acabar en el campo antes o después”. Lo ha conseguido. Reside en una de las casas remodeladas con su mujer, Yanniek Schoonhoven, graduada en Ciencias Ambientales y directora del proyecto, y sus dos hijos. Chico de Guzmán se muestra orgulloso de que en la pequeña pedanía residan habitualmente 14 personas, además de otras 20, entre estudiantes de los diferentes cursos que imparten y los voluntarios del Camp, que lo hacen de forma intermitente.
Julia Casado, productora de vino, violonchelista e ingeniera agrónoma, ha escogido La Junquera como base para su empresa. Comenzó en 2016 con su “pequeño negocio de vino artesanal y natural” y un presupuesto reducido que la obligó a “agudizar el ingenio”. Alquiló unas viñas y diseñó una pequeña bodega transportable de 66 metros cuadrados. Cuando se le acabó el contrato de arrendamiento, le ofrecieron trasladarse a La Junquera. “Estaba lejos de las viñas, a unos 45 kilómetros, pero yo estaba muy sola y habíamos hecho buenas migas”, relata. “Nos ayudamos, aquí hay proyectos, dinamismo, me han propuesto asociarme con otras personas y yo también les planteo actuaciones; por ejemplo, han plantado una viña con mi asesoramiento. Es un proyecto de vida”, explica. Julia Casado produce entre 20.000 y 30.000 botellas y exporta vino a 14 países, con destino desde Nueva York y Londres hasta Tokio, pero le resulta más complicado introducir su producto en la zona. Donde sí se pueden degustar es en El Celler de Can Roca, el restaurante con tres estrellas Michelin de los hermanos Roca, en Girona. Casado no procede de familia de viticultores, pero descubrió “los vinos naturales que se pueden describir como un mensaje en una botella que te conecta con el territorio, igual que la música”.
“Esta casa estaba abandonada”, explica Íñigo Flores, mientras muestra la vivienda ya habitable y se disculpa por el desorden. Este artista madrileño, amigo de la infancia de Alfonso Chico de Guzmán, aterrizó en La Junquera hace dos años y medio cuando tocó “techo, porque necesitaba algo más”. Para él, la finca es un “lugar de creación”. En su trabajo usa técnicas de herrería medieval que aprendió en Salamanca, donde se formó como aprendiz de herrero. Disfruta “utilizando el fuelle para llegar a la temperatura de fundición del hierro y a partir de ahí fabricar desde herramientas ganaderas y agrícolas hasta esculturas y mobiliario urbano”. En la finca, una de sus obras, que representa una sabina de la isla de El Hierro, está plantada frente a los cultivos.
En el desarrollo de Regeneration Academy ha cumplido y cumple un papel fundamental la asociación AlVelAl, un proyecto de restauración del paisaje del altiplano estepario que se extiende por un millón de hectáreas en áreas del interior de Almería, Granada y Murcia. Este es el lugar del mundo con mayor superficie de almendro de secano de alta calidad, 100.000 hectáreas, el 50% certificado en ecológico, como indican los datos que aporta. La asociación agrupa a 200 agricultores y ganaderos, a los que apoya en la transición hacia el modelo regenerativo elaborando un diagnóstico de la finca y con financiación. Van a poner en marcha un banco de maquinaria compartida y tienen una serie de indicadores para comprobar si el método está funcionando en las explotaciones.
Santi Sánchez Porcel es una de las agricultoras que han optado por cambiar la forma de producción en sus 56 hectáreas de almendros, 60 de cereales y leguminosas y en el manejo de sus 700 ovejas de raza sureña. Su propiedad se encuentra en el municipio de Chirivel, en la zona norte de Almería. “Tengo muy claro que el suelo es el soporte vital”, insiste.
No siempre fue así, empezaron a implementar las técnicas regenerativas a principios de los años noventa sin tener conciencia de ello, simplemente porque necesitaban alimento para el ganado. Lo solucionaron plantando entre las calles que separan los almendros una mezcla de cereales y leguminosas que llaman “abonos verdes”. El ganado se lo come y también lo introducen en el suelo. “De esta forma, durante cinco o seis meses al año, tenemos como una gran esponja que se empapa cuando llueve y deja de producirse escorrentía y se reduce la erosión”, explica. Se dieron cuenta de la importancia de la medida cuando la asociación AlVelAl realizó una analítica del suelo. “Resulta que estábamos haciendo algo útil y bueno que hasta tenía nombre”, recuerda.
“Hubo un momento en que los agricultores de nuestra generación [Santi tiene 55 años] nos creíamos muy listos; con grandes tractores y buenos aperos, nos vinimos arriba y empezamos a producir más y a mayor velocidad”, rememora. Hasta que se dieron cuenta de que “nuestros mayores, aunque no tenían tanta formación, eran más sabios”. Ellos también tenían tractores, pero más pequeños, y el arado de 15 centímetros no rompía el suelo. Santi tiene ahora muy claro las técnicas a aplicar: favorecer la creación de materia orgánica, evitar que se pierda suelo fértil y aumentar la biodiversidad. En su caso, la inversión fue asumible al contar con AlVelAl, que otorga todos los años fondos para adquirir las semillas y plántulas que crecerán entre los almendros. Incluso le ha ido bien, porque “estamos comercializando nuestros productos desde el año uno, y la almendra, que es nuestra pepita de oro, se vende a un precio más alto porque, aunque no existe una certificación de agricultura regenerativa, los compradores saben cómo crecen”. Lo que más le costó a Santi fue convencer a su pareja, ya que “el cambio de mentalidad es lo más complicado”, reconoce. Ahora se encuentra en la siguiente etapa: mostrar a los agricultores “con papeles en la mano” las ventajas de devolver a la tierra todo lo que se le ha quitado.
Marc Gràcia, científico del Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales (CREAF) de la Universidad Autónoma de Barcelona, está de acuerdo en que el cambio de pensamiento es difícil y afirma que la transformación solo se producirá cuando agricultor y consumidor estén convencidos de que “producimos no solo para obtener una cosecha, sino para alimentar la vida del suelo”. El investigador está embarcado desde hace cinco años en la restauración de una finca abandonada en Girona con técnicas agroalimentarias regenerativas. “El reto es conseguir un modelo rentable del que se obtengan alimentos para todo el mundo y que sean de calidad. De otra forma, no sirve”, advierte.
En la finca Planeses han logrado producir la base de la alimentación para 200 familias, sin agroquímicos y pasando de una cantidad de materia orgánica del 1,8% al 6% en el suelo. Esto no quiere decir que en todos los lugares se obtengan los mismos resultados, depende del tipo de terreno, del clima y otros parámetros. “La complejidad del suelo”, añade, “es extraordinaria y no conocemos ni una pequeñísima parte de algo que es la base de la vida en la Tierra, un mundo que depende a su vez de la biodiversidad más visible [plantas, insectos, pájaros]”.
La agricultura ha sacado recursos de ese almacén infinito que es el suelo para dárselos a las plantas. Al principio, eran pocos los cultivos y la naturaleza se recuperaba”, explica. Con la revolución verde a comienzos del siglo pasado, “el almacén se vació, el terreno se convirtió en un puro soporte y lo que antes llevaban a cabo las raíces, bacterias, hongos, lombrices…, se sustituyó por arar las tierras a gran profundidad, rompiendo la casa de toda esa vida, y además con el uso de agroquímicos”, añade Marc Gràcia. El método regenerativo “no parte de las universidades ni de los centros de investigación, sino de la experiencia de los agricultores que han pasado por malos momentos”, dice. No es algo nuevo, y “aunque se le empieza a prestar más atención, continúa siendo marginal”, concluye Gràcia.