Las 12 ‘aldeias’ históricas de Portugal, un viaje al interior más tradicional del país
Monsanto, Piódão, Sortelha, Belmonte... estas pequeñas villas, a pocos kilómetros de la frontera española, invitan a perderse entre sus calles empedradas, sus fortalezas y bellas panorámicas
En la desconocida región de las Beiras, junto a la Raya de Portugal, las 12 aldeias históricas invitan a perderse entre casas de pizarra escondidas en la naturaleza, subir a edificios coronados por rocas para disfrutar de vistas panorámicas y maravillarse con sus tradiciones ancestrales y sus fortalezas militares. Están a pocos kilómetros de la frontera con España, pero son un viaje remoto y lleno de encanto al pasado de Portugal.
Las Aldeias Históricas son 12 pueblos del interior que, uno a uno, podrían pasar desapercibidos, pero que reunidos en una asociación se apoyan para promocionarse, restaurar su patrimonio y convertirse en un destino atractivo para los viajeros que quieran acercarse a esta parte del patrimonio portugués. De diferente dimensión, en otro tiempo estas villas desempeñaron un papel crucial en la defensa de Portugal, de ahí sus impresionantes fortificaciones y castillos. El objetivo del programa es conservar ese patrimonio. Para los que tienen tiempo, hay también una gran ruta senderista (la GR 22) que los enlaza.
Más información en la nueva guía Explora Portugal de Lonely Planet y en www.lonelyplanet.es
Monsanto: el pueblo más portugués
Como una isla en el cielo, esta aldea se recorta sobre las llanuras que la rodean. Un simple paseo por sus calles empedradas y flanqueadas por casas de piedra es ya un buen motivo para visitarla. Rocas y edificios se funden en medio de un paisaje de campos y alcornocales, solo cruzado por los caminos de pastores.
Es un lugar tranquilo, de calles estrechas, con torres, iglesias y casas decoradas con coloridas macetas, que conducen al castillo templario. Esta formidable fortaleza parece, literalmente, brotar de la roca, barrida por el viento y poblada por lagartijas y flores silvestres. Sus vistas alcanzan hasta España al este y la presa de Barragem da Idanha, al sudoeste. Durante la puesta de sol uno no se asombra de que Monsanto sea considerado “el pueblo más portugués de Portugal”.
Piódão, refugio de fugitivos
Desde este remoto pueblo se puede contemplar el Portugal rural en todo su esplendor. En realidad, no es más que una diminuta aldea tradicional sobre un valle con terrazas, en una cordillera hermosa y aislada. Abrigado en el exuberante paisaje verde de la sierra de Açor, este pueblo de pizarra es más famoso como refugio de fugitivos que por su papel en la historia del país. Sus empinadas y estrechas calles son una delicia para pasear, pero es incluso más impresionante cuando se ve de lejos (en especial iluminado por la noche), con la iglesia encalada con detalles azules contrastando con los edificios de piedra y la naturaleza circundante. Hay senderos para caminar por los alrededores, una iglesia blanquísima con contrafuertes cilíndricos que destaca como un faro sobre las casas que la rodean e incluso un pequeño museo, que es un grupo de reconstrucciones de habitaciones típicas de las casas locales, llenas de herramientas y muebles típicos y fotos históricas del lugar y sus vecinos.
Sortelha, custodiando la frontera
Desde lo alto de un promontorio de roca, Sortelha luce su grandiosa historia. Es la más antigua de la hilera de fortalezas que custodian la frontera este de Guarda y Covilhã, en ese difuso cruce de caminos por los que parece que nunca ha pasado nadie pero que está lleno de historia común. Su castillo-fortaleza se alza desde el siglo XIII al borde de un profundo barranco y unas inmensas murallas encierran una aldea extraordinaria y encantadora: callejones con casas de granito, puertas góticas, tumbas medievales, una iglesia renacentista y una picota manuelina.
Todo ello cuenta la historia de uno de los pueblos portugueses más antiguos. Y todo en medio de un paisaje salpicado con imponentes rocas de granito, como la Cabeza de la Vieja, una roca enorme con un extraño parecido a una bruja de pronunciado mentón. Si se visita el último fin de semana de septiembre podremos disfrutar de una feria medieval e incluso sumarnos a la celebración alquilando ropajes de época y pagando con monedas antiguas.
Almeida, una estrella fortificada
Desde los tiempos romanos, Almeida está allí, junto al río Côa. Desde que Portugal se independizó definitivamente de España, a mediados del siglo XVII, estas regiones fronterizas se mantuvieron en constante alerta. Almeida junto con Elvas y Valença do Minho se convirtieron en importantes baluartes frente a las incursiones hispanas. La extensa fortaleza de Almeida, la menos famosa, pero tal vez la más atractiva de las tres, se construyó en esta época, en forma de estrella y sobre los cimientos de su predecesora medieval, a unos 15 kilómetros de la frontera española. Desde 1927, que perdió sus funciones militares, la villa se sumió en la oscuridad. Hoy, el antiguo pueblo fortificado, declarado monumento nacional y recientemente restaurado para el turismo, es un lugar de especial encanto: emana la inquietante calma de un museo, pero también tiene mucha grandeza y mucha historia que contar.
Belmonte, una historia de descubridores, de judíos y ‘marranos’
La sinagoga de Belmonte delata su historia judía. Pero este es también el pueblo de Pedro Álvares Cabral, uno de los más ilustres navegantes de Portugal, el que descubrió oficialmente Brasil en 1500. Y de ello presumen los habitantes de este pueblo que se remonta los lusitanos y a los romanos, pero que creció sobre todo en los siglos XIV y XV. Belmonte tiene una importante comunidad judía sefardí que llegó desde España tras la expulsión de los Reyes Católicos. Algunos terminaron siendo nuevamente expulsados por el rey portugués, pero otros se reconvirtieron aparentemente, porque continuaron profesando su fe, y son los que se conocen como marranos. Como en otros muchos pueblos de la zona, lo más destacable es el castillo, que aquí se completa con un Museo Judaico, con otro de los Descubrimientos y un tercero dedicado al aceite. Hay sinagoga e iglesias, casas de piedra con aspecto señorial, sin olvidarnos de que por aquí pasa uno de los Caminos a Santiago.
Castelo Novo, el pueblo de las dos torres
Con una imponente ubicación en el corazón de la sierra de Garduña, en medio de un anfiteatro natural de tonos verdes y grises, se encuentra Castelo Novo, hoy convertido en un solitario pueblo de casas tradicionales de granito, fortificaciones templarias, castillos e iglesias. No es difícil encontrarlo envuelto entre nubes, que le dan un aspecto fantasmagórico. Perteneció a los templarios y algo de eso queda en los restos de su fortaleza. Paseando por su Largo da Bica, encontraremos edificios medievales como los Paços do Conselho, una fuente barroca y todo con la figura de la otra torre del pueblo, la de la iglesia, donde un reloj indica las horas a la su escasa población.
Castelo Mendo, doblemente amurallado
Otra ciudadela medieval envuelta en recias murallas. Esta antigua villa está formada por dos conas bien diferenciadas: una ciudad vieja, la original, en torno a un castillo, las ruinas de la iglesia y algunas casas medievales, todo ello rodeado por una muralla del siglo XII, y el Arrabal de San Pedro, extramuros, pero a la vez protegido por otra muralla gótica, posterior, que se vio muy dañada por el terremoto de 1755. Así que son dos pueblos, con dos murallas, una dentro de la otra, que fue famoso también por su feria, un mercado que fue una de las ferias medievales más antiguas de Portugal. Hoy Castelo Mendo es una aldea cuidada y rehabilitada, muy pequeña y por la que da gusto pasear sobre calzadas de piedra y entre casas bien cuidadas en las que apenas viven 80 personas. En un silencio solo roto por algún turista de paso.
Idanha-a-Velha, dormida en el tiempo
En un remoto valle de granjas y olivares, esta pequeña aldea tradicional a apenas 10 kilómetros de Monsanto cuenta una gran historia. Fue fundada en el siglo I a.C y recibió el título de civitas Igaeditanorum entre el año 69 y 96 de nuestra era. Las murallas romanas aún definen el pueblo, que alcanzó su máximo esplendor con los visigodos (siglo VI), que llegaron a construir una catedral y la convirtieron en capital de la región. Luego vinieron los árabes, y luego los templarios en el siglo XII… y así hasta que en el XV una plaga terminó prácticamente con toda la población. La desgracia de sus habitantes fue la fortuna del pueblo, ya que quedó casi intacto. Hoy solo unos pocos pastores y granjeros ocupan las ruinas antes romanas, visigodas y medievales.
Linhares da Beira, judíos, peregrinos y un castillo singular
Este pueblo del siglo XII se ve mejor desde el aire. De hecho, es un buen lugar para quienes practican el parapente. Abajo está el pueblo, que es el fruto de una historia interesante. El primer impulso lo tuvo en el siglo XII cuando recibió su primera carta foral, otorgada por Alfonso Enríquez. Pero, sobre todo, durante el reinado del famoso rey Don Dinis, cuando se levantó su imponente castillo, que es su símbolo. Hoy es un pueblo-museo que nos lleva por la historia mientas la brisa del valle del Mondego suaviza la visita. Las calles y casas de piedra descubren algunas inscripciones interesantes que nos recuerdan que aquí hubo una importante judería, puertas decoradas al gusto manuelino del siglo XVI, e incluso un antiguo hospital y albergue de peregrinos medievales.
Marialva, experiencias mágicas a la sombra del castillo
A pocos minutos de la ciudad de Mêda, Marialva adquiere una apariencia casi mística envuelta en nubes. Este pueblo es como un escenario que nos lleva a las raíces más profundas de la historia del país. En lo alto, como siempre en estas aldeas históricas, una ciudadela, en cuyas murallas en ruinas se imagina uno cómo era en otros tiempos. Como siempre también, estuvo poblado por pueblos lusitanos, luego por romanos, seguidos de los árabes, para terminar siendo conquistado por el rey Fernando en 1063. Fue poblada y repoblada varias veces y de ahí los curiosos restos que se pueden encontrar, como los frescos medievales de sus iglesias y capillas, o sus casas señoriales junto con otras rurales típicas de las Beiras. Hoy la forman tres núcleos diferentes: la ciudadela de la Villa, en el interior del castillo, ahora despoblado; el Arrabal, que prolonga el pueblo fuera de la zona amurallada, y la Dehesa, situada al sur de la ciudadela, que se extiende por la llanura hasta la ribera del Marialva, sobre lo que fue la antigua ciudad romana.
Trancoso, el castillo del rey Don Dinis
En lo alto de una colina, este es uno de los pueblos más grandes de esta ruta por la tradición portuguesa, muy animado durante el mercado semanal de los viernes (no hay que dejar de probar las sardinas asadas). El laberinto de calles adoquinadas dentro de las impresionantes murallas del siglo XIII edificadas por el rey Dionisio I hace de la tranquila Trancoso un encantador refugio lejos del mundo moderno. Fue este rey quien dio relevancia a esta fortaleza fronteriza, pero el hijo favorito del pueblo es Bandarra, un zapatero de finales del siglo XVI que podía adivinar el futuro y que contrarió a las autoridades al predecir el final de la monarquía portuguesa. Poco después de la muerte de Bandarra falleció el rey Sebastián, sin descendencia, en la batalla de Alcazarquivir en 1578 y Portugal cayó bajo dominio español.
Aunque domina lo medieval, su castillo también conserva intacta una original torre morisca, y en la cara externa de las murallas se han descubierto unas tumbas visigodas.
Castelo Rodrigo, con encanto fronterizo
Este pueblo con encanto, no muy lejos de la frontera con nuestro parque natural de Arribes del Duero, se alza sobre un montículo. Desde allí se contempla un paisaje que va desde el río Côa al río Águeda, y desde las sierras de Francia y Béjar hasta las cumbres que bordean el Duero. Está considerado como una de las siete maravillas de Portugal y por su situación cerca del límite con España ha tenido una historia agitada, común en muchos puntos al resto de aldeas históricas de la zona: lusitanos, romanos, árabes, cristianos, Don Denis, el poeta y rey de Portugal… y un trasiego constante de gente y de cambios políticos entre ambos países. De todo ello quedan unas fabulosas murallas, los restos de un castillo y un trazado urbano medieval tallado en piedra. Y también, como en el resto de las aldeas históricas, la Picota quinientista es uno de sus símbolos: una columna de granito que representaba la autonomía administrativa y judicial del consejo medieval y que hoy preside la mayoría de estos enclaves. Pero los dos hitos más originales de Castelo Rodrigo tal vez sean una cisterna del siglo XIII, que formaba parte de la antigua sinagoga, y el palacio de Cristóbal de Moura, sobre los restos de la alcazaba y hoy en ruinas. Y muy curiosa es también la pequeñísima iglesia de Rocamador, donde las campanas están tan bajas que casi se pueden hacer sonar desde la calle.
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