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Rangiroa, rumbo a la Polinesia Francesa con niños

Al hablar de paraíso suelen aparecer en el imaginario común palmeras o lenguas de arena blanca. Todo eso, y mucho más, es lo que tiene esta isla del archipiélago de Tuamotu

Rangiroa Polinesia Francesa

Para llegar al paraíso, no nos vamos a engañar, hay que emplear muchas horas de avión y otras tantas de aeropuerto. Y si viajamos con niños hay que ir bien provisto de ideas para llenar este tiempo; juegos de cartas, libros de actividades, música, etcétera. En el entretenimiento de abordo de los vuelos de la aerolínea Air Tahiti Nui hay películas, juegos y música pensada para los niños, aunque lo más interesante son los documentales y cuentos sobre la mitología y las leyendas de la Polinesia, que son una parte fundamental de su cultura trasmitidas de manera oral, generación tras generación durante siglos. Así aprendemos que Rangiroa, nuestro destino, significa “largo cielo”, que viene del dios del cielo Rangi, que se unió a la diosa de la tierra Papa en un abrazo infinito que mantuvo unidos al cielo y la tierra hasta que concibieron a sus dos hijos; Tangaroa, dios del mar, y Tan, dios del bosque.

Una vez en la capital de Tahití, Papeete, solo queda el vuelo fácil. La hora que tarda en llegar a la isla de Rangiroa es una maravilla: ver desde el aire los colores del mar, la frondosa isla de Makatea y, al aproximarnos al segundo atolón más grande del mundo, observar desde las alturas un anillo delgado de tierra con un azul oscuro en su interior. Dependiendo de la ventana que se elija se podrá ver el otro anillo más pequeño que es la isla vecina de Tikehau, con la que comparte avión. Una vez aterriza en Rangiroa y descarga, el avión volverá a despegar rumbo a Tikehau, donde llegará 15 minutos después.

Al llegar al aeropuerto comienza el ritual de los collares de flores, que es la forma de dar la bienvenida a los viajeros, y así nos vamos con el perfume de la flor tiaré o la del tipanie a nuestro hotel. En Rangiroa hay una gran variedad de alojamientos para todos los bolsillos, pues la oferta incluye pensiones, campings, guest house y hoteles. La opción elegida en esta ocasión fue el hotel Kia Ora (hola, en polinesio), donde también se puede elegir entre sus cabañas dentro del mar, en la orilla o villas con piscina. Está orientado mirando a la laguna interior, mucho más tranquila que la otra cara que da al océano, a tan solo 300 metros de distancia, que es lo que mide de ancho el motu (islote) en esta zona.

Rangiroa es muy relajada, y es conocida por los amantes del buceo y el esnórquel por la cantidad de fauna marina que se puede ver fácilmente. Aunque se vaya con niños pequeños, se podrá disfrutar igual, ya que hay tantos peces que se divisan incluso desde la orilla misma.

Recorriendo el ‘motu’ principal

Nos encontramos en el motu principal de Rangiroa, de nombre Avatoru, donde, junto con el motu aledaño de Tiputa, viven prácticamente todos los habitantes de la isla, unos 2.700, siendo el atolón más poblado del archipiélago de las Tuamotu. La forma ideal de recorrer el motu con niños es en bicicleta, ya que hay muy poca circulación y el terreno es completamente plano.

Una excursión es dirigirse al oeste, cerca del paso de Avatoru, uno de los pasos que comunican el Pacífico con el interior del atolón, para visitar la iglesia, donde si hay coincidiremos con una misa, y podremos ver a las mujeres del lugar ataviadas con sus coloridas ropas y escuchar el armónico mantra que cantan todas al unísono. La gente de la isla suele ser muy amable e invitan con gestos a participar de su día a día, al viajar con niños suele ser más sencillo interactuar con los paumotus.

En el extremo contrario del motu está el paso de Tiputa, donde a primera hora de la mañana o a última del día es fácil ver delfines molares saltando entre las olas, un espectáculo que se puede disfrutar desde tierra o desde dentro del agua, en una playa cercana, uniéndonos a los niños de la isla que saltan con sus body board las olas al igual que los delfines. Después, es el momento de ir al cercano muelle de Ohotu, donde viajeros y lugareños unidos ven cómo cae el sol entre las palmeras.

Excursión a la Laguna Azul

La Laguna Azul es la excursión estrella del lugar. El barco recoge por la mañana a los viajeros y pone rumbo al otro extremo de la laguna. Pronto se pierde de vista la tierra y parece que uno esté en alta mar, nada raro si se tienen en cuenta que este anillo tiene 80 kilómetros de largo. El primer tramo del recorrido toma algo más de una hora y la tripulación ofrece chubasqueros, pero hoy el mar interior está en calma y, con el sol radiante, se agradece el agua que se mete en el barco y nos moja de vez en cuando.

La primera parada es una isla minúscula en la que no cabe una palmera más, rodeada de arena tan blanca que hace guiñar los ojos. Aquí nos zambullimos en el agua entre peces de colores, bebemos agua de coco y mientras damos un paseo entre los corales, los guías explican la formación de la isla. La formación de los atolones comienza cuando un volcán entra en erupción dentro del mar, va depositando la lava creando una montaña que emerge del agua llegando a formar una isla, poco a poco crecen los corales alrededor de la isla, pasan millones de años y la isla se erosiona y desaparece la tierra quedando únicamente el coral que se formó a su alrededor y ¡voilá!, aquí tenemos un atolón.

Volvemos al barco y tenemos por delante otra hora larga hasta la Laguna Azul. Esta laguna dentro de la laguna es como un atolón dentro del atolón, aquí los tiburones de aleta negra llenan las orillas nadando en las aguas poco profundas. Aunque al principio da un poco de reparo meterse en el agua con ellos, los niños son los primeros que saltan al agua y nos damos cuenta de que la presencia humana es ignorada completamente por los tiburones. En este islote aprendemos a trenzar sombreros, esteras y bolsos al estilo polinesio, un souvenir tan práctico que nos acompañará toda nuestra estancia.

El día termina visitando la zona de esnórquel conocida como El Acuario, muy cercana al paso de Tiputa. Aquí se reúnen por miles los peces tropicales, especies como el pez ballesta, el loro o ángel, así como tiburones, manta rayas, tortugas y, con un poco de suerte, delfines.

Una bodega en un atolón

Tras dos años de ensayos plantando vides en los cinco archipiélagos principales de la Polinesia Francesa, en 1997 se decidió que Rangiroa era la mejor opción para su cultivo. Así nació Vin de Tahiti, que dio su primera cosecha en el año 2000 y en 2008 obtuvo su primer reconocimiento internacional. La bodega está en el motu de Avatoru y se puede visitar diariamente y catar sus vinos. Rodeadas de mar y absorbiendo los nutrientes de esta tierra coralina, las variedades cariñena tinta e italiana no crecen solas; cocoteros, caña de azúcar, frutales y hortalizas de cultivo ecológico las acompañan. Este vergel es posible gracias al depósito de agua dulce alimentado por las lluvias que se encuentra bajo las parcelas, así las vides son capaces de dar dos cosechas anuales de estos afrutados blancos y rosados.

Para la última noche en Rangiroa vamos al bar Miki Miki, que se encuentra en un palafito dentro de la laguna. Pedimos una cerveza Hinano acompañada de un platillo de pescado crudo marinado en leche de coco con lima y verduras. Ya tenemos puesto en el cuello un collar de pequeñas conchas que es la manera en que los polinesios despiden a los viajeros. Acariciando estos pedazos de mar, volveremos a ver este maravilloso atolón desde el aire, y será una partida que se quedará para siempre en nuestra memoria.

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