Emocionante Guadalupe
Una escapada a la bella localidad cacereña, famosa por sus balcones adornados con macetas y por su fabuloso monasterio
El monasterio de La Puebla de Guadalupe conserva 11 zurbaranes y hasta aquí llegó Colón siguiendo a los Reyes Católicos en su intento de buscar apoyo para su gran viaje. En 1493 el descubridor volvería para agradecer a la Virgen de Guadalupe su éxito. Desde mi época de estudiante deseaba visitarlo. Por fin, muchos años después, me lanzo a la carretera para verlo. Ya cerca de Peraleda de la Mata, las cigüeñas, pesadas y majestuosas, invaden torres y tejados, mientras las vacas hacen pensar en la leyenda de la fundación del monasterio: un pastor, Gil Cordero, encontró muerta a su vaca perdida. Cuando le estaba haciendo una cruz en el pecho para despellejarla, se le apareció la Virgen de Guadalupe y le ordenó excavar allí mismo hasta encontrar su imagen, escondida desde la época de la invasión mora. En el lugar se erigiría una ermita, y con el tiempo, al convertirse en punto de peregrinación, el monasterio jerónimo, hoy franciscano.
Tras dejar atrás el embalse de Valdecañas, alimentado por el Tajo, el paisaje es verde, boscoso y accidentado, y la carretera asciende, desciende y serpentea. Poco antes de llegar, una parada para ver la ermita gótico-mudéjar del Humilladero, en un alto que ofrece buenas vistas de Guadalupe. Allí se arrodilló Cervantes para ofrecer los grilletes que llevó en Orán.
Ya en el pueblo cacereño, aparco cerca del parador y doy un paseo. Veo las antiguas puertas (el arco del Tinte, el de las Eras, el del Chorro Gordo), la casa de Gil Cordero, las fuentes, las casas blancas, muchas porticadas, con vigas de castaño. En esta época apresurada la sensación de que se ha detenido el tiempo resulta reconfortante. Guadalupe es famosa por sus plantas, en macetas en los balcones o en el suelo. La calle de Ruperto Cordero es un vergel, aunque una anciana me dice que ya no es lo que era. Los numerosos carteles de “Se vende” dan una pista de por qué. Y la anciana añade: “Aunque, como es hombre, no le gustarán las flores”. ¡Qué mala prensa tenemos!
Guadalupe es famosa por sus plantas, en macetas en los balcones o en el suelo. La calle de Ruperto Cordero es un vergel
Antes de la visita del monasterio tomo en la plaza de Santa María, en la terraza del Mesón Extremeño, una tapa de la morcilla típica, picante, viendo la imponente fachada gótica de la basílica. En la mesa de al lado, un lugareño comenta a otro que en Guadalupe, en el siglo XV, se practicó la primera autopsia en España permitida por la Iglesia. La realidad no siempre es verosímil.
El monasterio es apabullante. Construido a lo largo de los siglos (principalmente, entre el XIV y el XVII), mezcla varios estilos, y sus torres almenadas le dan aspecto de fortificación. El Museo de Bordados le deja a uno boquiabierto, con piezas como el frontal de la Asunción, del XV; mitras, casullas y capas, como una negra con calaveras y la Muerte con su guadaña. En el Museo de Libros Miniados se exponen ejemplares con tapas de madera y bronce y hojas de piel, que llegan a pesar 50 kilos. En el Museo de Bellas Artes, aparte de los tres grecos y el goya, llama la atención un Cristo muerto, tamaño natural, de Egas Cueman. En las paredes de la sacristía, de riquísima decoración, están los ocho cuadros de Zurbarán, a los que se añaden tres en la capilla de San Jerónimo: aparentemente sencillos y oscuros, de una hermosa sobriedad, su intención era ilustrar sobre la humildad y el desprecio del mundo. Por desgracia, la visita es guiada y no puedo permanecer contemplándolos el tiempo que quisiera. Por último, subimos al Camarín de la Virgen, de barroca exuberancia. Un franciscano con barba hipster nos hace rezar un avemaría y ofrece besar a la Virgen, pequeña y morena. Me pongo a la cola para verla más de cerca. Y cuando creo que la voy a besar, con un rápido movimiento, una variante de la cobra, me pone ante los labios algo de plata (no veo ni lo que es) que, al parecer, tiene un trozo de tela sagrada. Desde el claustro entro en la terraza de la Hospedería, para seguir regalando mis ojos, donde almuerzo un plato típico: caldereta de cordero recental. Y el café, por cambiar de escenario, en el patio del parador, de estilo mudéjar, con limoneros y naranjos.
Cerca está el belén de la familia Barba González, en una casa particular. Una señora que barre el patio, con flores y un limonero, abre la estancia. Vale la pena verlo. Escenarios que incluyen, además del portal, el desierto egipcio, la casa de Herodes, cabañas y talleres… La señora explica que hay “ovejas pariendo” e indica dos por cuya parte trasera asoman las cabezas de sendos corderos. Urbanita como soy, casi me desmayo.
El templo de los Mármoles, trasladado para salvarlo de las aguas del tajo, en realidad está hecho de granito
El canto del carbonero común
En el camino de vuelta a Madrid, a orillas del pantano de Valdecañas, aparece el templo de los Mármoles, trasladado para salvarlo de las aguas del Tajo. Cinco columnas de granito (el nombre del monumento engaña) y un arco forman unas ruinas elegantes y solitarias, con un fondo magnífico: el agua embalsada, de ese azul intenso, claro y limpio con el que uno pintaba de niño los ríos y los lagos. Apenas a dos metros se posa en una encina un carbonero común, una modesta obra maestra de la naturaleza, amarillo, verde, negro, blanco y gris, y comienza a cantar con potencia. Es un pajarito exhibicionista. Cómo disfrutaría con Instagram.
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