El gran espectáculo veneciano
La Serenísima nos espera con sus palacios bañados por las aguas y la luz del Adriático. Y desde allí, una escapada en barco por el canal del Brenta en busca de las villas de Palladio
Ligada por el agua, construida sobre el agua, la República Veneciana hizo del tráfico marítimo la columna vertebral de su existencia. Esa condición le otorgó durante 200 años unas finanzas que recaudaban un tercio más que la Corona francesa, casi el doble del presupuesto de Inglaterra y una renta per capita 10 veces superior a la media europea. Ahora lleva otros 200 hundiéndose en su particular decadencia, primero como casino y burdel de Europa y después como meca de cierta belleza fantasmal, única, formada por calles estrechas, canales, plazas amplias y altos edificios que se hunden lentamente en las aguas verdosas. Venecia, más que ciudad, es un organismo siempre a punto de sucumbir. A Venecia, colmada por los tópicos —frágil, cara, maloliente, plagada de turistas, fría en invierno y asfixiante en verano—, uno llega advertido, pero no puede imaginar la manera en la que terminará vinculado con esta ciudad, el modo en el que, conforme vayan pasando los días y continúes extraviándote entre los puentes y las callejuelas, Venecia se irá apoderando de una parte de tu memoria hasta terminar por instalarse en ella e impedirte completar del todo el camino de vuelta a casa.
Verán desfilar villas, algunas distinguidas, con escalinatas, esbeltas columnatas y decenas de chimeneas por corona
Uno creía saber, la había visto reproducida en mil imágenes antes de llegar, pero no podía saber. Nunca había recorrido una ciudad tan fiel a sí misma, tan inequívoca, en la que todos los rincones reflejen el carácter y te imposibiliten no ya confundirte, sino siquiera evocar otro paisaje urbano. Sabía, por ejemplo, que no había coches ni carteles u otras formas de contaminación visual, sin atisbar, primero, que una cosa es la información y otra el conocimiento y, después, que se trata de una característica mucho menos llamativa de lo que fue durante siglos la ausencia de caballos. Mientras das vueltas a la idea de que solo en Venecia los jerarcas de la Iglesia o la nobleza se trasladaban por tierra a pie, alzas la mirada para contemplar los mismos edificios, la misma arquitectura que contemplaban ellos, la misma que contemplarán tus nietos. Sí, todo está y estará igual, se trata de la ciudad perenne, la ciudad que superpone lo sublime con lo miserable como partes del mismo espectáculo, la ciudad que se impone sobre el talento, que subordina a los autores y les obliga a adaptarse. Nos lo dejó dicho Visconti medio inadvertidamente en Muerte en Venecia. Un artista le dice a Aschenbach, el escritor protagonista, que la belleza puede ser producto del trabajo, y este sonríe y niega moviendo la cabeza de lado a lado, al tiempo que sus ojos miran tanto a la ciudad como… el rostro de un muchacho: “La belleza nace así, espontáneamente”, responde, “con total desprecio por tu trabajo o el mío. Existe al margen de nuestra presunción de artistas…”.
Pero no lo olvidemos, Venecia fue construida por comerciantes, sus señas de identidad son la fascinación y el dinero. Para verificarlo quizá sea mejor salir de sus calles y adentrarse en el río más meridional de los tres que vierten en la laguna, el Brenta. Hasta su canalización en el siglo XVI fue causa de inundaciones y depósitos de cieno. Desde entonces se convirtió en el lugar favorito de la aristocracia para levantar sus residencias de verano. Contaba con varias ventajas: enlazar las dos metrópolis de la República, Venecia y Padua, apenas 40 kilómetros de distancia, y encontrarse en “tierra firme”, posibilitando el desarrollo de granjas y jardines. La moda se impuso de tal manera que dio lugar a un nuevo término en la lengua italiana, villeggiatura, para definir la temporada de vacaciones, reemplazando al del otium de las villas de Campania durante el periodo romano.
Hoy sobre el canal de Brenta quedan en pie un centenar de villas del Alto Renacimiento y el Barroco, algunas diseñadas por Palladio, y, por fortuna, en un itinerario poco frecuentado. Pero antes una advertencia importante. Hay que llegar a las villas del canal del Brenta sobre el agua, mirar las piedras desde los reflejos en movimiento, sumergirse en la imagen entrecortada de los ecos de la arquitectura y luego levantar la vista para recomponer los edificios. En esta ocasión es casi indiferente la gran variable de siempre, la luz. Sin duda nuestra percepción se verá alterada si comparamos un día invernal, envuelto en niebla, con una mañana de primavera, pero la diferencia es irrelevante en relación con el agua. La mirada desde el río tiene otro componente, la liga al tiempo, la convierte en el mejor rastro del tiempo y, por tanto, de la belleza.
Lágrimas en la ciudad
Este concepto lo muestra muy bien Marca de agua, uno de los escasos libros de viaje imprescindibles, escrito por Joseph Brodsky, quien eligió el título de Watermark para enfatizar sus sensaciones sobre Venecia, donde pasó los últimos 20 inviernos, aunque falleció en Brooklyn en 1996, donde eligió ser enterrado. Se trata del libro de un poeta, cuyas metáforas tienen —lo dice él— “más que ver con el ojo que con las convicciones”. El juego de palabras del título combina el hecho constitutivo de Venecia, ese milagro a la voluntad y la fantasía de sustentarse sobre el agua, con la marca de los sellos personales u oficiales, la filigrana de las monedas y los papeles exquisitos: “El encaje alzado de las fachadas venecianas es el mejor rastro que el tiempo y el agua hayan dejado nunca sobre tierra firme. Es como si el espacio, más consciente aquí que en ningún otro lugar de su inferioridad frente al tiempo, le respondiera con la única propiedad que no posee, la belleza (…). En este lugar puede derramarse una lágrima en distintas ocasiones. Asumiendo que la belleza es la distribución de la luz en la forma que más agrada a la retina, una lágrima es una confesión de la incapacidad de la retina, así como también de la lágrima, para retener la belleza. Permitid que repita algo: el agua es igual al tiempo y proporciona un doble a la belleza. Al rozar el agua, esta ciudad mejora la imagen del tiempo, embellece el futuro. Ese es el papel de Venecia en el universo. Porque mientras nosotros nos movemos, la ciudad es estática. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza permanece. Porque nosotros miramos hacia el futuro, en tanto que la belleza es eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de rezagarse, de fundirse con la ciudad”.
Ya ven por qué es preciso llegar desde el agua. Es fácil. Hay un barco con salida en la misma plaza de San Marcos y denominación de origen —se llama burchiello— que lleva haciendo el mismo recorrido desde el siglo XVI. Y hay carreteritas comarcales que discurren en paralelo al canal. Por el camino verán desfilar una colección de villas, algunas distinguidas, con escalinatas, esbeltas columnatas y decenas de chimeneas por corona; otras, modestas, con simples fachadas de estuco y frisos lineales, compartiendo siempre la misma característica, estar rodeadas de jardines y de huertos. No se olvide, comerciantes. Sus casas de recreo son, antes que otra cosa, centros agrícolas, lugares donde se concilia el funcionalismo con la gran arquitectura. Las villas venecianas se distanciaron de los otros modelos dedicados al ocio al convertirse tanto en depositarias de las ideas estéticas y el deseo de vivir en el campo como en una manifestación de estatuto de clase, un símbolo de legitimación del poder económico. Quizás eso motive que el único buen museo del trayecto, el Rossimoda della Calzatura, se aloje en una villa principesca de mediados del siglo XVI, la Foscarini Rossi, edificada a partir de un dibujo de Palladio, y que, como su mismo nombre indica, la sala esté dedicada a los calzados de autor sin perjuicio de que los zapatos de Dior, Christian Lacroix o Fendi puedan converger con obras de David Hockney o Andy Warhol.
Mi favorita es Villa Foscari, La Malcontenta, esta sí firmada por Palladio y con una falsa leyenda de tener ese apodo por una dama de vida intrépida a quien el marido encerró entre sus paredes. Una joya de exterior engañosamente rústico que evoca a la vieja Roma por su imponente pórtico jónico y, sobre todo, porque bajo las dos alturas del salón principal uno percibe cómo debían sentirse los patricios romanos en medio de las termas de Caracalla. En ella, el paduano Andrea Palladio (1508-1580), un admirador de Vitrubio cuya influencia se extendió más allá del mundo mediterráneo hasta las colonias británicas gracias a su tratado Los cuatro libros de la Arquitectura, consiguió una de sus construcciones geniales. Hace poco conocí a su actual propietario, Antonio Foscari, descendiente de los constructores originales, quien nos contó que, por una de las casualidades de la vida, ha conseguido cerrar un largo círculo. La villa pasó por diferentes manos durante los últimos 100 años. Su último propietario, lord Phillimore, la recibió de la baronesa Catherine d’Erlanger, superviviente de una familia no convencional de millonarios judíos que debieron abandonar Europa por su modo de vida y las leyes raciales de 1938. Tras la guerra, la villa volvió a acoger la mejor sociedad: Cole Porter, Churchill, Jean Cocteau, Peggy Guggenheim, Ígor Stravinski, Truman Capote, etcétera. Antonio Foscari, Tonci, junto a su mujer, Bárbara, había dedicado media existencia a esta casa antes de recibir el legado, y su libro Tumulto y orden es una delicada reflexión sobre quienes la habitaron desde el siglo XVI hasta nuestros días. Su otro libro, Unbuilt Venice (Venecia no construida) evoca los proyectos que Palladio diseñó y nunca fueron construidos. Ahora las piedras del gran arquitecto padovano han retornado a la familia que encargó su construcción en 1550.
Ligereza rococó
Llegados a este punto podríamos regresar a Venecia para internarnos de nuevo, como es debido, en sus calles. No obstante, nos faltaría un detalle importante. El rococó. Un estilo tan veneciano como el gótico y, al mismo tiempo, jovial, por encima de la intimidante tradición local. El último periodo de esplendor de la Serenísima, el del desdén, la facilidad, la aparente ligereza y el virtuosismo. El del carnaval. Hay dos villas magníficas. La desmesurada Villa Pisani, que adquirió Napoleón y eligió Mussolini para su encuentro con Hitler, con su fachada de cariátides, los jubilosos frescos de Tiépolo del primer piso y sus jardines infinitos replicando la arquitectura, los estanques y las alamedas. O la coqueta Villa Widmann Rezzonico Foscari, una joya del barroco veneciano de inicios del siglo XVIII, escenario de interminables partidas de cartas alrededor del lago diminuto del jardín.
El recuerdo de estos jugadores extraviados y la misma experiencia del barroco nos invitan a pasar la noche en la ribera del Brenta. Por suerte, contamos con el enclave perfecto y en un hotel no de lujo, el Villa Margherita, una elegante residencia adornada con pavimentos venecianos, tejidos exquisitos en las paredes y frescos en los techos que culminan en una barandilla y un camino cuyo final es un palacete art nouveau donde opera el Ristorante Margherita. Si tienen suerte con el clima, podrán degustar a la orilla del río alguna de las especialidades míticas del Véneto: gallina padovana, oca in onto, agnello d’Alpago o un queso soberbio, el Morlacco del Grappa.
En el laberinto
Es tiempo de abandonar el clasicismo de Palladio y la exuberancia del rococó para volver a la realidad. Para recuperar Venecia es necesario arrastrarse sin rumbo, en zigzag, con un movimiento similar al de los caballos del ajedrez, y sumergirse en las entrañas del laberinto: los puentecillos cabalgando canales, los pasajes estrechos, los muros de estuco rojizo y ladrillo cubiertos de vegetación, los pozos, los patios sin salida. De vez en cuando habrá que detenerse y, con los codos apoyados en el pretil de alguna pasarela, quedarnos mirando los reflejos en el canal para entender que la mejor imagen de la Serenísima no se encuentra al aire, sino que es su sombra sobre el agua. De esta manera, nosotros, también a punto de hundirnos, podremos abrazar la luz húmeda, asirnos a la bruma y, mientras esperamos que la tarde se deslice hasta la noche, encaminarnos hacia algún lugar donde sea posible despedirse en condiciones.
Guía
Hay bastantes opciones, desde el Harry’s Bar, donde un cocinero inventó el carpaccio y un barman el cóctel Bellini, hasta cafés centenarios como el Florian, con sus frescos dieciochescos y su orquesta de frac sobre la plaza, pasando por tabernas marineras especializadas en sardinas escabechadas. Puestos a elegir, les invito a subirse a un vaporetto y trasladarnos hasta el Lido para brindar a la salud de uno de los últimos grandes venecianos, Corto Maltés, quien le dijo a un compañero de barra que presumía de estar recorriendo todas las obras de arte de Venecia: “Está usted perdiendo el tiempo, amigo… ¡Fuera del laberinto no encontrará nada!”. La escena, según parece, ocurrió en el lugar al que vamos, la Trattoria da Scarso, sin duda la favorita de su autor, Hugo Pratt —y, por cierto, también de Fellini—, un restaurante modesto situado entre el mar y la laguna, con un pequeño jardín, muy barato, donde cocinan ejemplarmente platos locales, por ejemplo el bacalao mantecado o la sepia a la veneciana, acompañados de alguna de las verduras del estuario, como el radicchio o la alcachofa violeta de San Erasmo, que allí, en Malamocco, hay que pedir por su nombre: castaraùre.
Pedro Jesús Fernández es autor de la novela Peón de rey.
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