Querido México
De la playa de Zicatela, en Puerto Escondido, al restaurante Tlamanalli, cerca de Oaxaca, 10 experiencias inolvidables en un país donde la naturaleza, la comida y la gente enamoran
A menudo los viajes se modifican por un pequeño incidente, una charla, un encuentro, un hallazgo inesperado. Un suceso imprevisible que no parece tener mayor trascendencia. En realidad sí la tiene, con el tiempo suele convertirse en uno de nuestros recuerdos favoritos; al evocarlo probablemente usemos el engañoso verbo predilecto de los viajeros: descubrir. Esta selección de México pretende compartir alguno de esos golpes de fortuna fuera del programa con los que el azar nos invitó a una experiencia en la que descubrimos un sitio y nos lo apropiamos. Eso significa trasladarse por las emociones, tratar de encontrar las palabras justas.
La belleza es un afán, una aspiración. Y sin duda México, donde he vivido siete años, un lugar formidable para revisar el rastro de los recuerdos. México tiene tanto carácter, las tradiciones imponen su presencia con tanto vigor, que nunca olvidas dónde te encuentras. En México todo sucede en el presente. Será porque, como decía el escritor Carlos Monsiváis, el hoy se vuelve inmenso cuando nadie garantiza el mañana.
¡A comer!
Tacos en Ciudad de México y restaurante Tlamanalli (Oaxaca)
Hay muy pocos países donde la comida popular tenga tanto empaque o más que la alta cocina. Resulta interesante constatarlo frente al empeño de convertir la gastronomía en una experiencia pseudorreligiosa. En México sigue siendo posible regodearse con los sabores y dejar de lado las técnicas, los objetivos estéticos y demás zarandajas metafísicas. Algunos de mis mejores almuerzos transcurrieron en humildes casas de comidas, en los puestos de la calle. ¡Cómo olvidar las carnitas —los tacos de costilla— del Abanico, las gaonas del Califa o los tacos al pastor de El Kaliman en la Condesa! ¡O aquellos almuerzos de Casa Merlos, no siempre abierta, con doña Lucía sirviéndote una sopita de flor de calabaza, calentita y cremosa, seguida de pollo bañado en mole!
En Teotitlán del Valle (Oaxaca), un pueblito situado entre el árbol del Tule y la ciudad prehispánica de Mitla, una familia de indias zapotecas elabora una cocina magnífica en un restaurante llamado Tlamanalli (en náhuatl, víveres en abundancia). Ellas, sin darse la menor importancia, sostienen que su comida es tradicional, que incorporar variedades de flores en los platillos, cocinar ideas como el chile-agua o flanes a base de maíz y tinte de cochinilla forma parte del legado zapoteca.
México virreinal
Capilla de Chimalistac (Ciudad de México) y convento de Actopan (Hidalgo)
México se pobló de monasterios franciscanos y agustinos durante el siglo XVI. Estructuras imponentes, con iglesias de tres naves, claustros, celdas y frescos en los muros. Muchos con capilla abierta, la aportación mexicana a la arquitectura del Renacimiento. Los frailes necesitaban un espacio sagrado para evangelizar a las multitudes y los indígenas no querían celebrar los oficios bajo techado, estaban habituados a las ceremonias al aire libre. Se resolvió con una solución sincrética, construir las cabeceras de los templos y dejar insinuado el resto del edificio. Arquitectura de la luz, del espacio virtual.
En Chimalistac (Ciudad de México) íbamos a menudo a una calle atravesada por puentes coloniales sobre un río también virtual con una preciosa capilla abierta al fondo. En el Estado de Hidalgo, los viejos monasterios en medio de la nada te hacían preguntarte, desconcertado, por la osadía de los fundadores. En Actopan hay uno con fachada plateresca y torre mudéjar que tiene frescos por todos lados. En la capilla abierta convergieron los pinceles europeos e indígenas para representar otros dos polos, los del cielo y el infierno.
Los mayas
Yacimientos de Palenque y Yaxchilán (Chiapas)
Empezamos por la civilización maya, todavía repleta de incógnitas. Palenque, una de sus ciudades importantes, alcanzó el apogeo sobre el año 800 de nuestra era y entró en declive. Estuvo 1.000 años cubierta por la selva. Recibió la primera visita de un europeo, fray Pedro Lorenzo de la Nada, en 1567. Vista desde el aire me pareció incluso más abandonada, era difícil imaginar los hogares de sus habitantes entre las enormes plazas y pirámides. En el mirador de la torre del palacio me entretuve mirando las copas de los árboles abrazando estructuras de las que asomaban cabezas de musgo. Si quería entender algo, me dije, debía trasladarme a un lugar menos rehabilitado. Teóricamente era posible.
A 171 kilómetros está Yaxchilán, todavía inmune a las hordas de restauradores y turistas. No era casual, se encuentra en la selva lacandona y por entonces seguía casi incomunicada; su población —descendiente de los mayas— pertenece a la última etnia pagana de México, nunca tuvieron contacto con la sociedad hispanizada. Mi visita incluyó un episodio en una pirámide escalonada con glifos, cresterías estucadas y un laberinto como el de Creta pero con jaguar; los actores, el jefe de la comunidad indígena, ejerciendo de guía, y a su lado, de la mano, una mis local. En realidad, su hija, luego iban a la fiesta. Una niñita de 14 años envuelta en tules y diademas de bisutería que tuvo que hacer todo tipo de equilibrios para moverse entre las piedras sin romper los tacones.
Mientras descendíamos por la pirámide, el guía lacandón se refirió a las historias de terrible violencia que han sufrido estas tierras por el enfrentamiento entre los zapatistas y el Ejército. Bajamos de la pirámide en silencio, escuchando el rumor tenso de la selva, a veces interrumpido por el crepitar de las ramas al paso de los monos araña, por el eco de los rugidos de los animales.
La ciudad colonial
San Miguel de Allende y el santuario de Atotonilco
Las cuadrículas obsesivas, repletas de iglesias y palacios —con tanta España en la memoria—, convierten a San Miguel de Allende en una especie de compendio de la ciudad colonial. Cuna de los sublevados de la independencia mexicana y luego corte de maravillas, hoy vive adormecida por el turismo de lujo. Atotonilco, en las afueras de San Miguel de Allende, nos devuelve al México intenso. En la carretera, un centenar de hombres y mujeres caminan en procesión, con estandartes, cruces e inciensos. Son gente del lugar, seria, con los ojos llenos de fervor. Algunos se disciplinan con pequeños látigos, otros caminan descalzos.
El pueblo es un mercado de objetos litúrgicos, imágenes religiosas, velas y recuerdos. Al fondo, el santuario de Jesús Nazareno acoge a los penitentes. Dentro, una apoteosis de frescos, ornatos en relieve, figuras antropomorfas, nichos con penachos, tallas de arcángeles, retablos y altares de plata, modificando las reglas del orden barroco, confundiendo los códices y los catecismos, acabando por imponer una nueva dimensión en el estilo europeo, la del barroco virreinal, el americano.
La Playa
Puerto Escondido (Oaxaca)
Un pueblo de surfistas colmado de cafecitos, pequeños hoteles y buena vibra. Tres o cuatro playas con sus respectivas bahías —Carrizalillo, Bacocho, Zicatela— y, en las esquinas, farallones de rocas que sirven de hábitat al coral y los peces. Un grupo de amigos chilangos desafiando entre risotadas la polisemia de la lengua española. El océano Pacífico como espacio sin restricciones, como travesía. La despedida del milenio en sus dos versiones, 1999 y 2000, con puestas de sol sobre el mar, aplausos y tragos entre las hogueras. En algunas madrugadas, salidas a pescar. Mañanas entre delfines, tortugas y atunes. Por las noches, bajo la palapa, arena entre las sábanas, mirando un cielo incontaminado. Se llama Puerto Escondido, un ángulo del Estado de Oaxaca, supongo que entenderán por qué he elegido esta playa.
El pueblo
Tepoztlán (Morelos)
Los fines de semana íbamos a Tepoztlán, cerca de Cuernavaca. Está en un valle rodeado de montañas con la insólita cualidad de parecer elástico. Tienes la sensación de poder abrazar las rocas con las manos y, al mismo tiempo, la de estar desbordado, inmerso en una naturaleza en permanente expansión. Tepoztlán es un pueblo hermoso, lleno de detalles, con arcos de cantera y casas de piedra volcánica, en el que aprendimos a internarnos en las maneras locales, a descifrar los ruidos y los olores de los mercadillos, las especias, el humo de carbón de las parrillas, a participar en las conversaciones, a extraviarnos por los bosques de los ahuehuetes y los amates.
La instalación mística:
San Juan Chamula (Chiapas)
La mejor instalación que he contemplado en mi vida no es la obra de un artista, sino el interior de la iglesia de San Juan Chamula, en Chiapas, regido por la comunidad tzotzil, una etnia maya. No busquen imágenes, las fotografías están vedadas. El suelo está cubierto de hojas de pino y velas de diversos colores que simbolizan sus demandas por las cosechas, los amores o las enfermedades. Alrededor de los muros, urnas de madera que llaman escaparates y, dentro, esculturas policromadas de santos, los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha. Sobre el cristal, escritos con la pintura blanca de los bares, los nombres, san Esteban de la Divina Mirada, santa Casilda de los Remedios. Cada cuatro o cinco urnas, un tzotzil, de pie, con una botella de refresco en la mano, susurrando plegarias.
La botella contiene un aguardiente fermentado de maíz que facilita el trance, el posh. Los santitos tienen los rostros tallados en estilo colonial y llevan un espejo sobre el pecho llamado “ojo de Dios”. Tiene dos funciones, protegerlo contra las malas vibraciones y dar seguridad al fiel, que se siente reflejado mientras reza. El cristal del espejo devuelve los deseos impuros. Las esculturas suelen estar gorditas, el día de la festividad del santo les regalan otro vestido y lo superponen sobre el anterior. Eso si el santo ha cumplido con los favores solicitados, porque, si no cumple, como primera medida, le ponen contra la pared.
Si continúa sin atender, colocan la urna cabeza abajo. Alguna vez un tzotzil enojado por la falta de respuesta ha echado mano a su machete y le ha cortado un brazo como castigo. Levantas la vista, no necesitas más información. Te dejas envolver en el ambiente denso del humo y las especias, y vas aproximándote al retablo barroco del altar mayor. Con la vista puesta en unos marcos todavía más dorados por las telas ennegrecidas, te quedas pensando en tu falta de preparación para encarar las formas de expresión del sincretismo. Estás vencido, ese laberinto de cera y luz ha conseguido extraviarte por una magia desconocida.
Los muralistas
Colegio de San Ildefonso (Ciudad de México)
En la capital, el antiguo seminario jesuita convertido en la Escuela Nacional Preparatoria por Benito Juárez mantuvo la vocación educativa durante 400 años. Sus paredes están cubiertas por los frescos de los muralistas, incluyendo los de Diego Rivera, el artista más hábil para conjugar los ingredientes del éxito, buen oficio, una personalidad indomable y el aderezo de París con la revolución mexicana, Trotski y Frida Kahlo. Lástima que sus murales deban tanto al Renacimiento italiano. Orozco, en cambio, tuvo menos notoriedad pero su pintura es más honda: trazos nítidos, precisos, crueles. Un romántico desilusionado que se atrevió a elegir los valores universales como temas —maternidad, libertad, justicia—, y, a pesar de ello, no cayó en los clichés.
El Tata Vasco
Michoacán
Guía
Cómo llegar
Información
» Iberia (www.iberia.com), Aeroméxico (www.aeromexico.com) y Air Europa (www.aireuropa.com) vuelan sin escalas entre Madrid y Ciudad de México. El precio de los billetes se mueve entre 624 y 900 euros, ida y vuelta. La duración del viaje es de unas 12 horas.
» Iberia (www.iberia.com) y Air Europa (www.aireuropa.com) también operan vuelos directos entre Madrid y Cancún, puerta a Yucatán y la Riviera Maya, desde 628 euros, ida y vuelta.
» Turismo de México (visitmexico.com).
A mediados del siglo XVI, un juez con 61 años cumplidos, Vasco de Quiroga, se ordenó sacerdote para convertir en realidad la Utopía de Tomás Moro en el territorio purépecha de Michoacán. Su idea era sencilla, consolidar ciudades para los indígenas, integrando los servicios comunes en un solo edificio llamado huatápera (lugar de reunión). Fundó casi un centenar de pueblos y les garantizó la subsistencia mediante la especialización en un oficio. El sistema de intercambio fue tan eficaz que el acta de extinción del último pueblo hospital data de 1872. Un sueño. El sueño de comunidades autosuficientes, el del arte mestizo, el plateresco, el mudéjar, diseñado por españoles y ejecutado por manos indígenas, con bóvedas tan hermosas que allí les llaman “cielos estrellados”.
Salón Tenampa
Ciudad de México
El viaje culmina en un lugar tópico, el Salón Tenampa, la legendaria cantina de la plaza de Garibaldi. Fue escenario de la primera gran juerga en la ciudad, un rosario de tragos y performances en el que la capital nos avasalló con su pujanza. El lugar donde sonaron todas las canciones del repertorio mexicano y brindamos rancheras y corridos, boleros, marimbas y rock norteño hasta mucho más allá del alba. El sitio, en fin, de alguna plática memorable, por ejemplo, una larga noche con una Chavela Vargas desatada a la que los mariachis trataban con tanto respeto que ni osaron acompañar su voz quebrada con un instrumento que no fuera de cuerda.
Pedro Jesús Fernández es autor de la novela Peón de rey.
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