El Tíbet fuera del Tíbet
Los permisos convierten el viaje al ‘techo del mundo’ en una pesadilla burocrática, pero hay lugares en China, como Xiahe, que permiten acercarse a esta fascinante cultura
A 3.000 metros de altura, el aire es frío y limpio, pero el oxígeno escasea. Los pulmones protestan, los músculos se entumecen y el tiempo parece ralentizarse: un paso, un escalón, un suspiro, y un descanso. Los habitantes de mejillas perpetuamente sonrosadas, sin embargo, parecen moverse a cámara rápida, ajenos a las complicaciones que lastran los movimientos de los visitantes en Xiahe. El monasterio budista de Labrang, perteneciente a la orden tibetana de Gelugpa y el más importante fuera de Lhasa, bulle de actividad.
Más de mil monjes ataviados con túnicas color sangre van y vienen, suben y bajan, esquivando las cámaras de los viajeros con el ceño fruncido y el dedo índice bien erguido apuntando amenazante hacia el objetivo. Como contraste, indiferentes al constante desembarco de autobuses llenos de turistas chinos, peregrinos tibetanos llegan al complejo religioso después de haber viajado cientos de kilómetros para circunvalar los edificios de gruesas paredes rojizas y hacer girar los ornamentados molinos de oración. Algunos caminan, otros avanzan de rodillas. Todos sienten que están en casa.
No en vano, más del 50% de la población de Xiahe pertenece a la etnia tibetana, un porcentaje que supera incluso al de Lhasa. Y el pueblo, clavado en un impresionante valle protegido por escarpadas montañas cuyo punto más elevado se encuentra a 4.636 metros sobre el nivel del mar, perfectamente podría estar ubicado en el techo del mundo. Pero aunque históricamente sí es parte de él, técnicamente Xiahe no pertenece al Tíbet.
Como otras zonas de influencia tibetana que desbordan las fronteras delineadas por el partido comunista, la pequeña localidad está administrada por la provincia china de Gansu. Por eso no es necesario obtener los engorrosos permisos —muy difíciles de conseguir tras las revueltas de 2008— que abren las puertas de la región autónoma del Tíbet, establecida en 1965. “Me dijeron que era casi imposible conseguir los papeles para viajar de forma independiente a Lhasa, así que he preferido venir a lo que llaman ‘el otro Tíbet”, comenta una mochilera australiana.
Hasta Xiahe se puede llegar sin problema desde Lanzhou, la capital de Gansu, después de cuatro horas de autobús. Y la belleza del paisaje bien merece ir con la nariz pegada a la ventanilla: el ocre seco que invade gran parte de la provincia va perdiendo la batalla que libra contra el verde según el vehículo trepa por las montañas. La aridez del desierto desaparece para dejar paso a un mundo de impresionantes saltos de agua e llanuras salpicadas de templos y de casas tradicionales tibetanas.
No muy lejos de allí, en la vecina provincia de Sichuan, la atmósfera tibetana se intensifica. Pueblos como Songpan, Sershu o Ganzi, fáciles de visitar en un mismo viaje de entre una y dos semanas, son la mejor forma de sumergirse en esta civilización milenaria con un simple visado de turista. Y de paso, el viajero puede maravillarse ante la desconcertante espectacularidad de los lagos de colores de Jiuzhaigou, un parque natural de 720 kilómetros cuadrados.
No obstante, esta zona, en la que se incluye la prefectura de Aba, es también una de las más conflictivas. Aquí, y no en el Tíbet oficial, es donde se ha registrado gran parte de las inmolaciones que desde 2009 han llevado a cabo, para protestar contra la ocupación china, más de 110 tibetanos. Y quizá porque el Gobierno chino es consciente de que tiene que aprender a respetar la diversidad cultural y generar oportunidades económicas para la minoría tibetana, en los alrededores de Jiuzhaigou, y dentro de un programa pionero de ecoturismo, se ofrece la posibilidad de convivir con una familia de esta etnia.
En torno a una estufa
Guía
Información
» Para llegar desde España hay que volar a los aeropuertos de Chengdu (puerta para la prefectura de Aba y el parque de Jiuzhai) o de Lanzhou, desde donde se coge un autobús hasta Xiahe.
» El transporte público es abundante y eficiente, aunque no especialmente cómodo. Para poder disfrutar de los impresionantes paisajes y moverse por poblados, lo mejores alquilar un taxi con conductor. Regateando se consigue desde unos 300 yuanes (38 euros) al día.
A pesar de que, lógicamente, cualquier conversación política está vetada y el retrato con expresión impertérrita de Mao Zedong observa todo desde la pared, es una ocasión única para probar la áspera comida tradicional, buscar un diálogo que solo funciona con gestos y combatir el frío en la cama bajo varios kilos de mantas de lana. Incluso se puede ayudar a la familia con las labores del campo o recogiendo madera para una estufa en torno a la cual se juega y se bebe.
Sin duda, este plan no resulta atractivo para la mayoría de los viajeros chinos, que prefieren las comodidades de hoteles anodinos, pero sí que tiene buena acogida entre los extranjeros. En 2009, cuando se puso en marcha el proyecto, solo 88 turistas optaron por el programa de ecoturismo; el año pasado fueron más de 500. “El Gobierno es consciente de que por donde pasan los grupos organizados chinos no crece la hierba, y quiere fomentar una nueva forma de viaje que sea respetuosa tanto con el medio ambiente como con la cultura local”, explica Kieran Fitzgerald, consejero de turismo sostenible del parque de Jiuzhai.
A pesar de todo, en las zonas tibetanas de Gansu y Sichuan la tensión que separa a los dos grupos étnicos es evidente. Salvo por las transacciones comerciales básicas, la segregación salta a la vista. Las pieles más curtidas, pobladoras de las zonas antiguas de las ciudades, no se mezclan con las más pálidas, que se refugian en los modernos ensanches de horribles edificios recubiertos de baldosas blancas. Poco a poco, estos últimos se apoderan de todo. Y Pekín, temeroso de la influencia externa, comienza a introducir restricciones al viaje en algunos lugares, como en Ganzi. Por eso merece la pena darse prisa para visitar el otro Tíbet antes de que se desvanezca.
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