Una costa para mochileros
Rocha, en Uruguay, ofrece playas salvajes y respetuosos polos turísticos a pequeña escala

Ciento ochenta kilómetros de playas abiertas al océano Atlántico. Centenarios faros que alumbraron tempestades y naufragios. Antiguos y olvidados fuertes coloniales, disputados en otras épocas por españoles y portugueses, y hoy dormidos en las sierras que les brindaron su amparo. Palmares interminables y silenciosos, añosos bosques de ombúes. Lagunas y pantanos rebosantes de fauna autóctona y salvaje. La pesca tradicional y la espera de las barcas ahí en la orilla, para comprar el pescado mientras se oyen los detalles de la captura. Caminatas interminables por arenas vírgenes y dunas majestuosas que mutan de forma como las mareas. El campo pegado al mar. Los gauchos de a caballo compartiendo estampa con los pescadores de anzuelo y red. Y pequeños poblados espontáneos, hechos a mano y con paciencia. Y ranchos de madera que ven caer el sol entre las rocas. Y el rumor ininterrumpido de las olas rompiendo en la arena. Eso es la costa de Rocha.

A escasos kilómetros de la intensa movida veraniega de Punta del Este, y hasta la frontera con Brasil, se extiende este territorio que el tiempo no ha corrompido. Como si el reloj corriera más lento o como si se hubiera tomado vacaciones, hasta las propias pulsaciones descienden al adentrarnos en sus dominios. Nosotros hicimos base en la misma laguna de Rocha, paraje protegido y reserva de aves autóctonas. Una extensa lengua de arena de unos trescientos metros de ancho por varios kilómetros de largo se despliega entre ella y el mar, y allí en medio, construidas en una época en la que la legislación aún no lo había prohibido, unas quince o veinte casitas desperdigadas sobre un territorio que bien podría albergar un pueblo de generosas dimensiones. Llegamos por la tarde y lo primero que hice fue ir a mirar el océano. Para ello atravesé la duna que separaba la playa de nuestra cabaña. A la mañana siguiente, al regresar, las únicas huellas con las que me encontré fueron las mías del día anterior.
La única gasolinera
Guía
Cómo ir
Información
- La Paloma se encuentra a 225 kilómetros de Montevideo y a 122 kilómetros de Punta del Este, donde hay aeropuerto. Varias compañías de autobuses cubren el trayecto desde Montevideo, saliendo de la terminal de Tres Cruces.
- Summerbus (www.summerbus.com).
- Turismo de Uruguay (www.turismo.gub.uy).
- Turismo de Rocha (www.vivirocha.com.uy).
- Turismo de La Paloma (www.lapalomauruguay.com.uy).
- Turismo de La Pedrera (www.lapedrera.com.uy).
A escasos kilómetros de la laguna de Rocha se encuentra el pueblo de La Paloma, el más antiguo y mejor abastecido de la zona. Cuenta con un par de supermercados, una escuela, un puesto sanitario y una estación de servicio, dato a tener en cuenta ya que se trata de la única de toda la costa. Siguiendo hacia el norte, y siempre bordeando el mar, nos encontramos con La Pedrera, algo más coqueta que su vecino y que debe su nombre a las formaciones rocosas de más de quinientos millones de años sobre las que se encuentra encaramada. Simpáticas posadas y pintorescos restaurantes ofrecen sus servicios al visitante. Más allá, hacia Brasil, se sitúa Cabo Polonio. Solo se puede llegar a él en los camiones que la municipalidad ha dispuesto para ese fin, ya que a ningún vehículo particular se le permite la entrada. Sus dunas blancas contrastan con el colorido de sus casas, dispuestas en forma caótica sobre la misma arena, y que exhiben cada una alguna sorpresa particular. Aquí un taller de artesanía, allí un chiringuito o una tienda de ropa. La luz eléctrica no se conoce, con lo que la noche desperdiga en el cielo un festival de estrellas solo roto por la luz de la luna. Luego quedan Valizas, los fuertes de Santa Teresa y San Miguel y, finalmente, Punta del Diablo, pequeño pueblito de pescadores que en los últimos años ha visto multiplicarse los emprendimientos turísticos de pequeña escala en torno a la playa de la Viuda. La mayor parte de la movida joven se ha trasladado hasta allí, adonde en verano puede llegarse en el Summerbus, original iniciativa que pone a disposición de los viajantes, y por solo 75 dólares, un billete que permite recorrer toda la costa de Rocha realizando cuantas paradas se consideren necesarias y permaneciendo en cada sitio todo el tiempo que se desee. La mayor parte de los mochileros van de hostel en hostel utilizando este medio de transporte.
Boletín

Después de un recorrido que nos llevó casi hasta Brasil, regresamos a La Paloma. En el extremo del pueblo, en la punta del cabo Santa María, nos encaramamos a la cima del faro que ahí se yergue para regalarnos —no sin una buena cuota de vértigo— la espectacular vista aérea del lugar. La costa rústica y salvaje dibuja un cinturón de espuma sobre la orilla. En otras épocas, sus numerosos escollos fueron la pesadilla de los navegantes, y aún hoy despiertan respeto a quienes surcan sus aguas. Legendarias son las historias de los naufragios allí acaecidos, como el del Flowery Land, ocurrido en 1863. Tras una noche terrible en la que la población de La Paloma luchó codo con codo para rescatar a la tripulación del buque encallado, al despertar, a la mañana siguiente, descubrieron con espanto que aquellos que habían salvado no eran otros que un grupo de amotinados que habían matado a sus compañeros —incluido el capitán y su esposa— para luego provocar el naufragio y huir antes de que sus salvadores pudieran aclarar el entuerto. En la bruma del ocaso, esa que confunde en el horizonte el límite de la espuma del mar con el de las nubes amenazantes, puede intuirse el aire de leyenda que vuelve vívidas esas historias.
Ranas y grillos
Cae la tarde en la costa atlántica y un vecino nos invita a presenciar la puesta de sol desde la terraza de su casa, suspendida algunos metros sobre el cañaveral de la laguna. A medida que oscurece, crecen los gritos de las ranas y de los grillos que inundan la noche con su sinfonía ensordecedora. De un lado, la reserva de aves; del otro, el cielo incendiándose con las últimas luces del día. Poco a poco la penumbra se apodera del aire y los sentidos se ven embotados por ese golpe de naturaleza pura. Desde una radio cercana nos llega la voz de Jorge Drexler: “Hay una parte de mí que va, camino a La Paloma, por un recuerdo de campo y mar, camino a La Paloma”.
Javier Argüello es autor de La música del mundo (2011).
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