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Fin de semana

Romanticismo de muros rotos

Visita al evocador monasterio de Santa María de Rioseco, en Burgos

Un arco ojival y una escalera de caracol en el monasterio de Santa María de Rioseco, en la provincia de Burgos.
Un arco ojival y una escalera de caracol en el monasterio de Santa María de Rioseco, en la provincia de Burgos.Asís G. Ayerbe

El viajero ha de estar muy atento en el Valle de Manzanedo (Burgos), pues muchas de sus joyas arquitectónicas están escondidas, fuera de las vías principales, en un entorno natural frondoso que las oculta y que, en muchos casos, no se ha visto alterado desde la Edad Media. Eso sucede, por ejemplo, en San Miguel de Cornezuelo, un pueblo carretero (esto es, con sus casas alineadas a lo largo del camino) cuya maravillosa iglesia románica está apartada del caserío, en una depresión del terreno e invisible para quien cruce la población con prisas. Algo parecido ocurre en Argés, que posee un espectacular eremitorio rupestre dedicado a San Pedro (conocido popularmente como la Cueva de los Gitanos). Pero quizá el tesoro más oculto sea, también, el más espectacular: el monasterio de Rioseco, la gran joya del Císter en las Merindades.

Antiguo molino

Para llegar debemos atravesar el valle de Manzanedo por la carretera que discurre en paralelo al río Ebro y detenernos en la central eléctrica de Bailera, cuya presa fue construida sobre un antiguo molino que perteneció a los monjes. Aquí, junto a la carretera, nace un camino empedrado que asciende por la ladera entre helechos, rosales silvestres, enebros, zarzas, encinas y robles. La subida es corta y suave. A cada paso uno tiene la sensación de retroceder en el tiempo: enseguida los teléfonos móviles dejan de funcionar, menudean las bostas de vaca y solo se oye el rumor de las choperas del valle, los cantos de los pájaros y el zumbido de los insectos. De pronto, en el primer recodo del camino, surge la perspectiva de un enorme paredón en equilibrio precario, casi sepultado por la densa hiedra: es el único resto de la torre del Abad, la antigua entrada principal al monasterio, hoy inaccesible porque alguien sin escrúpulos arrancó la portada renacentista y dejó la torre tan mal apuntalada que, con los años, terminó por venirse abajo. Ya solo queda el muro norte de esta construcción, que parece haberse escapado de un cuadro de Friedrich. En realidad, todo lo que nos rodea evoca el Romanticismo: impresionantes ruinas en mitad de la naturaleza, sepulcros profanados, un paisaje de roquedales con buitres merodeando en lo alto, una intensa sensación de belleza y desolación. Frente a tal panorama, no se sorprenda el viajero si le entran ganas de escribir cuentos al estilo de Bécquer o de componer canciones como las de Schubert.

Entrada al monasterio de Santa María de Rioseco, en Burgos.
Entrada al monasterio de Santa María de Rioseco, en Burgos.Asís G. Ayerbe

Guía

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Información

» Santa María de Rioseco cuenta los fines de semana de julio y agosto con guías voluntarios. La visita al monasterio burgalés es libre el resto del año. La iglesia, la sala capitular y el claustro están en condiciones aceptables de accesibilidad y mantenimiento, pero en otras dependencias hay riesgo de derrumbes. El visitante debe respetar las señales que prohíben el paso a ciertos lugares.

» La Behetría (www.labehetria.com), en Peñalba de Manzanedo.

» La Caléndula, en Población de Hoz de Arreba.

» La Gándara ( www.lagandara.com), en Crespos.

En el Valle de Manzanedo no hay restaurantes, pero la cercana Villarcayo (capital administrativa de la zona, a 13 kilómetros) cuenta con establecimientos. Los mejores son los restaurantes El Plati y El Cid.

» www.santamariaderioseco.es.

Para penetrar en el monasterio debemos avanzar por el camino y llegar hasta la cabecera de la iglesia, donde una puerta de cantería nos permite el acceso. El monasterio de Rioseco, como todos los del Císter, estaba dedicado a la Virgen. San Bernardo, el impulsor de la orden, fue también un gran difusor de la devoción a María, a la que consideraba no tanto como “madre” (Bernardo evitó llamarla así), sino como “señora”, esto es, como una dama idealizada, dueña de los pensamientos de estos monjes que se entregaban a una vida austera y contemplativa casi con espíritu caballeresco, como auténticos soldados del espíritu. De hecho, los trovadores provenzales se vieron influidos por Bernardo (al que pudieron escuchar en Francia cuando predicó la segunda cruzada) y aplicaron a sus amadas el mismo espíritu ferviente que nuestro monje dedicó a la Virgen.

La comunidad de Rioseco se instaló aquí en el siglo XIII. Aunque no fue muy numerosa (nunca debió de contar con más de veinticinco monjes), sí tuvo gran poder y prosperidad, por lo que se sucedieron las ampliaciones y reformas del conjunto monástico a lo largo de los siglos. En el XVIII debía de ofrecer un aspecto muy alejado de la sobriedad absoluta preconizada por san Bernardo, ya que la iglesia estaba completamente decorada con yeserías, pinturas y retablos barrocos. El siglo XIX fue funesto: el monasterio sufrió los efectos de la Guerra de la Independencia y, sobre todo, de la desamortización de 1835. Fue entonces cuando se suprimió definitivamente la abadía y se subastaron sus propiedades. La iglesia continuó en activo como parroquia de Rioseco y de las granjas cercanas hasta avanzado el siglo XX, cuando la despoblación obligó a cerrar definitivamente sus puertas. El tiempo ha devuelto la austeridad cisterciense al edificio de la forma más dolorosa: mediante el abandono, la ruina y el expolio. Pero, pese a lo mucho que se ha perdido, se conservan elementos importantísimos: la iglesia abacial (siglos XIII-XIV) mantiene su arquitectura casi intacta, con sencillas bóvedas góticas que cubren todo el espacio (incluidas las capillas y el coro de los conversos) y una bonita espadaña de tres vanos, hoy sin campanas. También están en pie dos dependencias aledañas al claustro, que la historiadora Esther López Sobrado identifica con la sala capitular (en la panda este) y con la cilla (en la opuesta). Ambas son obras del XVII y están cubiertas con unas arcaizantes bóvedas de terceletes. El claustro herreriano (siglo XVII, obra del arquitecto montañés Juan de Naveda del Cerro) conserva las arquerías de dos de sus pandas, pero en este caso sin bóvedas, con los arcos fajones colgados, que parecen saltar en el aire. Otros elementos de gran interés son la audaz escalera de caracol que da acceso a la enfermería y la galería de estilo jónico adosada a la torre del Abad. Está orientada hacia las huertas y posee un bonito aire palaciego.

Todo esto lo podemos disfrutar hoy gracias a las labores de limpieza y mantenimiento realizadas por los vecinos de la zona, que se han organizado para salvar su patrimonio y enseñarlo al visitante. Su generosidad resulta casi tan admirable y conmovedora como la belleza de la abadía y del paisaje del valle de Manzanedo.

 

» Óscar Esquivias es autor del libro de cuentos Pampanitos verdes (Ediciones del Viento).

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