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Reportaje:

Zermatt y otros secretos alpinos

Una ruta por el Matterhorn o Cervino, mítico pico suizo, con motivo de la Eurocopa

Zermatt es un pueblo alpino del cantón de Valais, al sur de Suiza, enclavado en un estrecho y alargado valle rodeado de cuarenta cumbres que superan los cuatro mil metros de altitud. Cuenta con una de las estaciones de esquí más famosas del mundo. Hay casas antiguas de madera oscura, con cubierta a dos aguas de pizarra gris, sobre pilares de piedra, con carneros que te miran sin demasiado interés a través de los sucios cristales de la planta baja. En la calle principal, la Bahnhofstrasse, hay tiendas de lujo, bares, hoteles y restaurantes que ofrecen sopas picantes de pescado, fondues o raclettes. Hay funiculares, trenes y teleféricos para acceder a las pistas rojas, azules y negras que, por su altura, desnivel y extensión, hacen las delicias de los esquiadores expertos. Hay un río, el Mattervispa, que cruza el pueblo sobre un lecho empedrado, muy civilizado, muy suizo. Hay manzanas esperándote en las habitaciones de los hoteles, tartas y pasteles de manzana, te ofrecen manzanas por todas partes. Hay calesas tiradas por caballos y taxis eléctricos en este pequeño universo verde, libre de automóviles y gases nocivos. Pero lo que ha convertido a Zermatt en un lugar mítico, su verdadera razón de ser, es una montaña: el Matterhorn, llamado Cervino en el lado italiano.

Los alpinistas, sobre todo ingleses, consideraban el Matterhorn, protegido por monstruos de leyenda, un desafío

A Zermatt se accede desde la ciudad de Visp en un tren cremallera, un ingenio que se sirve, para poder circular por vías muy inclinadas, de una barra dentada en el eje de la vía, con la que engrana un piñón de la locomotora. Bamboleándose levemente, con una firmeza no exenta de cierta soltura, el tren va ascendiendo entre acantilados, dejando atrás los restos de un brutal desprendimiento y pequeñas poblaciones con típicos chalets suizos de montaña. Traía una novela, Zermatt, de Frank Schaeffer, que cuenta las vacaciones alpinas de una familia de protestantes fundamentalistas, pero no era momento de leer, sino de mirar. Tras una curva, de improviso, durante unos instantes, vislumbré el Matterhorn, iluminado por el sol, al fondo del valle. Podrás ignorar su nombre, pero es imposible no reconocerlo, porque nos acompaña desde nuestra infancia. Aparece en las cajas de lápices Caran D'ache, mereció una réplica a escala en Disneylandia, inspiró la forma piramidal de las tabletas de los chocolates Toblerone, y por él correteaba la cursi Heidi de la mano de Pedro. En cuanto desaparece de tu vista, te das cuenta de que acabas de ver, más que una montaña, la idea misma de montaña.

Aristas irregulares

En Zermatt, en sus calles, en las tiendas de souvenirs, en las ventanas de los hoteles y en las terrazas de los restaurantes de las pistas, el Matterhorn es el protagonista. Todo está pensado para poder admirarlo. ¿Cómo es, qué tiene, qué lo hace tan diferente? Es una pirámide mejorada, esto es, imperfecta, con cuatro caras escarpadas, aristas irregulares, mucha roca y menos nieve, y viva, con avalanchas que alimentan los glaciares situados a sus pies. Es una montaña claramente bella, de gran plasticidad, rematada por una cumbre de piedra retorcida, desafiante, espectacular.

Pero todo mito guarda, como mínimo, una historia detrás. Zermatt, hasta mediados del siglo XIX, era una aldea alpina cuyos habitantes, recios y coloradotes, vivían del pastoreo y de la caza, y apenas bajaban al llano, mil seiscientos metros abajo. El Matterhorn, que según la leyenda fue modelado por un pisotón del gigante Gargantúa, no era más conocido que el Monte Rosa, el Breithorn, Castor y Pollux, Zinaltrothorn, Mont Viso, el Grand Paradis o el Grivola, otros montes de la zona. Pero los alpinistas, sobre todo ingleses, consideraban al Matterhorn, protegido por monstruos de leyenda, un desafío. No era el más alto, pero sí el más apetecido. Y tras muchas tentativas, un inglés, Edgard Whymper, acompañado por otros seis alpinistas, logró coronar su cumbre en 1865. En el descenso se produjo un fatal accidente. Robert D. Hadow, un joven inexperto, resbaló, la cuerda se rompió y cuatro hombres cayeron al abismo y perdieron la vida. Aquella fue la última gran escalada de la era dorada del alpinismo. La tragedia convirtió al Matterhorn en un mito. La prensa internacional se hizo eco, se habló de asesinato en lugar de accidente, hubo un juicio e incluso la reina Victoria terció en el asunto. El monte y Zermatt se colocaron en el mapamundi. Montañeros y turistas llegaron a cientos, abrieron hoteles, se construyó la estación de esquí. Se proyectó una carretera hasta la base y un túnel en espiral con ventanas hasta la cumbre, un tren hasta la cima, iluminado todas las noches. El Matterhorn fue escalado, sucesivamente, por un ciego, por un alpinista con una pierna de madera, por una pareja de recién casados, por un anciano de 85 años, por dos alpinistas que subieron sus cuatro caras en menos de veinticuatro horas, por un violinista, que tocó la Chaconne de Bach en la cima, e incluso por Homer Simpson. El Matterhorn se convirtió en el emblema de Suiza, y en un próspero negocio.

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Veloces bailarines

Todavía quedan vestigios de la edad dorada. El Monte Rosa, el hotel desde el que salió Whymper, sobrio y clásico, se levanta frente a la plaza principal. En el museo se muestra la famosa cuerda rota, y material antiguo de escalada, tan rudimentario que es casi poético. Junto a la iglesia católica, en un pequeño cementerio, bajo las lápidas cubiertas de nieve, descansan los alpinistas fallecidos en las cumbres cercanas. Pero Zermatt, hoy, pertenece a los esquiadores, esa horda impaciente de alegres colores. Salen de los hoteles como insectos, acorazados, con sus extrañas gafas centelleando al sol, entrechocando esquís, torpes, acalorados, respirando vaho, nerviosos por llegar a las pistas. Y allí, entonces, cuando se deslizan por las empinadas cuestas, se transforman en gráciles y veloces bailarines, en gamos cibernéticos, adueñándose de las montañas.

Aparte del esquí, por suerte -al menos para mí, que no soy ni creyente ni practicante-, hay otras opciones para disfrutar de la alta montaña. Los andarines disponen de numerosos caminos y trochas para recorrer las laderas, armados de unas buenas botas y unos bastones, y siempre quedan los trineos, tan anticuados, elegantes y alegres, de madera, que parecen haberse escapado de un sueño infantil. Si vas en trineo y te caes, y te levantas, y levantas la vista, y ves el Matterhorn, entonces sonríes, porque sabes que es cierto, sí, una vez fuiste niño.

- Nicolás Casariego es autor de Lo siento, la suma de colores da negro (Ediciones Destino, 2007).

GUÍA PRÁCTICA

Cómo ir- Easyjet (www.easyjet.com) vuela sin escalas desde Madrid a Ginebra y Basilea. Un billete de ida y vuelta en junio a Ginebra cuesta desde 66 euros, tasas incluidas, y a Basilea, desde 74 euros.- Iberia (902 400 500; www.iberia.com) tiene vuelos directos entre Madrid y Ginebra desde 129 euros, ida y vuelta, tasas incluidas.- Swiss (www.swiss.com) vuela a Zúrich desde Madrid desde 170 euros, ida y vuelta, tasas incluidas. Desde Barcelona, a Ginebra, Basilea y Zúrich desde 41, 46 y 77 euros, respectivamente.- Los bonos del Swiss Travel System permiten a los no residentes en Suiza planificar un itinerario a la carta sobre una red de unos 20.000 kilómetros de recorridos en tren, autobús o barco. En la modalidad Swiss Pass, ofrece un número ilimitado de viajes durante 4, 8, 15, 22 o 30 días, entre 160 y 350 euros. Se puede adquirir online en la web de la Oficina de Turismo de Suiza (www.misuiza.com), que también cuenta con una central de reservas y ofertas de alojamiento.

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