Arte Cisoria, el lejano oficio de los maestros del cuchillo españoles
Un encuentro en El Escorial con el códice del Marques de Villena
Llegué a El Escorial con mis dos libros debajo del brazo con tanta curiosidad como emoción contenida. Cuando el padre agustino José Luis del Valle director de la Biblioteca del Monasterio entreabrió la caja que protegía el códice Arte Cisoria contuve la respiración algunos segundos. Para mi sorpresa, la encuadernación, en cuero azul oscuro, barroca, con un escudo en oro, no guardaba relación con el contenido, muy anterior, claramente renacentista.
Nadie se atrevió a rozar el manuscrito salvo este religioso, que fue pasando las hojas de forma pausada. En un arrebato propio de coleccionista le pedí permiso para fotografiar el códice original junto a las dos ediciones de esta obra con las que yo me había presentado. Luego, sin apenas tiempo, antes de despedirnos hablamos del fondo editorial del Monasterio y del contingente de manuscritos árabes pendientes de traducción, tal vez alguno de cocina.
¿Quién es el autor del primer tratado de gastronomía escrito en castellano, motivo mi visita?
En 1423 un ilustre y enigmático personaje, Enrique de Aragón, Marqués de Villena (1384-1434), terminaba de escribir en Torralba de Cuenca su Arte Cisoria, relativo al arte de cortar a cuchillo. Un tesoro documental cuya lectura desvela la figura de un humanista a la vez que un agudo gastrónomo del Renacimiento. Un tratado que el autor dedicó a Sancho de Jarava maestro trinchante del rey Juan II de Castilla.
Más allá de su espíritu didáctico, de los cuchillos e instrumentos que recomienda para cortar carnes y pescados, y de los protocolos de urbanidad e higiene que establece para los profesionales del oficio, la obra desvela la sensibilidad del autor en relación con la comida. La primera vez que lo leí me asombró el refinamiento con el que sugiere tratar las criadillas de carnero; la relevancia que presta a las trufas negras que hasta siglos después pasarían casi inadvertidas, y el entusiasmo que demuestra por el obispillo de las aves, bocado que consideró exquisito Grimod de la Reynière a principios del XIX, el primer crítico gastronómico de la historia.
Eso aparte de algunos detalles que hoy nos parecen rabiosamente modernos. ¿Acaso no resultó un bocado original la médula del atún cuando la sirvió Ferrán Adrià en El Bulli? ¿No es cierto que cada vez apreciamos más las espinas corruscantes de los grandes pescados fritos, tipo gallinetas y cabrachos? Enrique de Aragón no perdió la oportunidad de manifestar su devoción por las médulas de las truchas gigantes de los ríos ibéricos: “Algunos de la trucha gruesa comen la espina tostada, tanto que las espinas menudas se socarren. Tratadas de esta guisa quiten las espinas quemadas, queden los nudos (médulas) que el nervio que pasa por ellos parece, el cual es de comer sabroso”.
El autor había descubierto también la suculencia de los cogotes de merluza: “La pescada (merluza) su cabeza es lo mejor y lo que está cerca de ella (cogote) sy fuere frita”. Incluso cuando alude al despiece de una perdiz ya cocinada se asemeja en algunos pasos a la perdiz a la prensa del restaurante madrileño Horcher, por citar un ejemplo. Todo un recital de apreciaciones gastronómicas que se desperdigan en un códice a través de 20 capítulos repletos de nombres de animales terrestres y marinos. Texto que se encuentra al borde de cumplir 600 años.
¿Cómo llegó este valioso manuscrito hasta la biblioteca del Monasterio? Entre especulaciones no confirmadas se supone que fue el propio Felipe II quien lo adquirió como parte de la biblioteca del militar y político Juan Hurtado de Mendoza. Documento que permaneció inédito hasta que, en 1766, es decir, 343 años después, se editó por vez primera por iniciativa de Antonio Marín a expensas de la Biblioteca de San Lorenzo. No se volvió a publicar hasta 1879 en Barcelona, con una brillante introducción de Felipe Benicio. De ambas ediciones con más de 113 años de diferencia entre sí conservo en mi biblioteca como oro en paño sendos ejemplares. Dos tesoros bibliográficos.
Me gustaría puntualizar que Arte Cisoria trata de comida y del despiece y trinchado de aves y pescados en las mesas reales y nobles de la época. Y que no facilita en absoluto ninguna receta de cocina del estilo de las que contienen libros como los recetarios andalusíes del siglo XIII (Fudalat Al Kiwan y Anónimo Magrebí), los más antiguos, ni tampoco el Llibre de Sent Soví (1324), el de Ruperto de Nola (Llibre del Coch 1520), o el posterior de Martínez Montiño (Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería, 1611).
Enrique de Aragón, Marqués de Villena fue una de las figuras más extravagantes, inteligentes, controvertidas y misteriosas de los siglos XIV y XV. Un miembro de la realeza odiado por sus contemporáneos, políticos, reyes y hombres de armas a quienes les incomodaba su heterodoxia. Discutido en vida y maltratado tras su muerte, se le acusó de alquimista, de brujo, mago y astrólogo, con capacidad para adivinar el porvenir, de hacer tronar a su antojo y, lo que es peor, de nigromante. Poderes que se le atribuían tras haber realizado un pacto con el diablo cediéndole su sombra, leyenda que entró en la literatura española del XVII. Murió en 1434, cumplidos los 50 años, envejecido y obeso afectado por el mal de podagra, ataques agudos de gota tan propios de la nobleza de la época, la artritis de los ricos, según Hipócrates.
Falleció entre tormentas de nieve y grandes heladas que acentuaron las leyendas infernales que le acompañaban. A pesar de que creía en el mal de ojo, en la fuerza de las maldiciones, y prestaba veracidad a la alquimia era un humanista monumental, un erudito que dominaba varios idiomas y conocía a fondo los clásicos. Trató con literatos judíos y árabes y profundizó en las ciencias que entonces se denominaban ocultas. Escribió varios tratados sobre temas diversos, tradujo parte de La Eneida y redactó una versión de la Divina Comedia. Como afirma Elena Gascón Vera, profesora emérita de español en el Wellesley College (Massachusetts), fue un personaje subversivo que nunca se sometió a los cánones de su época.
No es extraño que parte de sus obras fueran entregadas a las llamas por el obispo fray Lope de Barrientos previo consentimiento del rey Juan II de Castilla por atentar contra los dogmas de la Iglesia. De las que sobrevivieron a aquella salvaje pira y a los estragos del incendio posterior (1671) que arrasó 5.000 códices en el Monasterio, el Arte Cisoria es una de las más raras y apreciadas.
Enrique de Aragón ni fue marqués, ni condestable tan solo maestre de la Orden de Calatrava, tras un divorcio accidentado. Descendía de la casa Real de Aragón por vía paterna y de la de Castilla por su madre. Quien quiera seguir el rastro a su vida se encontrará con un culebrón salpicado de avatares. El Marqués de Villena tampoco fue el primero en referirse al arte de cortar a cuchillo, en absoluto. El propio Benicio nos recuerda que ya los romanos, Juvenal y Cicerón se ocuparon de esta materia. Un oficio de relevancia capital durante toda la Edad Media que se prolongaría hasta la Edad Moderna y Contemporánea. Como testimonio posterior ahí está el Manuel des Amphitrions (Paris 1808) de Grimod de la Reynière, que dedica varios capítulos al corte de carnes y pescados.
En lo que el Marques de Villena se adelantó claramente fue al considerar que los rituales del corte a cuchillo, con toda la ceremonia que los acompañaba, podían contribuir a hacer mas nutritiva la comida. Razón por la que Arte Cisoria es un tratado de dietética y gastronomía al mismo tiempo. Línea de pensamiento que como afirma el bibliófilo Eduardo Martin, se anticipó a los humanistas italianos, en primer lugar, a Bartolomeo Sacchi, apodado Platina (1421-1481), cuya obra De honesta voluptate ac valetudine, libri decem (Bolonia, 1498) constituye uno de los tesoros gastronómicos del Renacimiento.
Durante las últimas semanas he asistido a ejercicios de corte en la sala en tres restaurantes madrileños. He visto trinchar el ganso de Navidad y elaborar la perdiz a la prensa a un profesional de la talla de José Manuel Tronco, jefe rango de Horcher. He disfrutado observando como Carlos García Mayorales deshuesaba un jarrete en Saddle y como Alfonso Martín Delgado hacía lo propio en A´Barra con un orondo pato. Grandes profesionales que probablemente sin ser conscientes de su lejano oficio se rigen por algunas de las pautas marcadas por el Marqués de Villena hace 600 años.
Nota. Mi reconocimiento al editor Dionisio Redondo (Taberna Libraria) gracias a cuya mediación resultó posible este singular encuentro.
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