Entre fotografías, dibujos, postales, ‘collages’, libros, ‘cassettes’ y folletos publicitarios: así vive Nicolás Martínez Cerezo
La escritora Sara Mesa visita el hogar del escritor y dibujante y cuenta a ICON cómo estas paredes reflejan la peculiar vida y obra del creador de ‘La Gorda de las Galaxias’
La primera sensación al entrar es de caos, incluso de asfixia. Un horror vacui en toda regla. Las paredes, los muebles, las ventanas, las puertas, los espejos, las cortinas y las camas: todo está cubierto de fotografías, dibujos, postales, collages, libros, cintas de cassette, folletos publicitarios. La avidez me atrapa y necesito fijar en mi memoria cada uno de los detalles, tomar nota de cada átomo de información, cada trazo, cada palabra, para no perderme nada. Solo al cabo de un rato -de un buen rato, quizá de una hora- adquiero la sensación correcta: la de orden. Todo tiene un sentido y es coherente. El lugar donde se ubica cada objeto está milimétricamente planeado. La casa es una obra, una respiración, el resumen de toda una vida. Un baile de personajes -reales o inventados, conocidos o anónimos- que alivia la soledad de su habitante. La casa es un coro de voces, una reunión de espíritus, un diálogo constante entre pasado y presente. Entre sus paredes, la noción de tiempo cronológico se suspende.
El piso se ubica en la calle Víctor Andrés Belaúnde de Madrid, en un edificio de los años cincuenta. Tras la capa de papeles y objetos se distinguen los preciosos suelos de madera y el papel pintado original. Los muebles, las lámparas, los electrodomésticos… todo se mantiene intacto, sin reformas. Sin embargo, al modo de un diario, aquí están registradas multitud de historias con sus personajes, fechas, acciones y citas. En esta casa, todo se documenta día a día. Quizá cuando Sonia, la fotógrafa, y yo nos vayamos, Nicolás apunte en algún lugar la fecha de esta visita. Work in progress.
Nicolás Martínez Cerezo (1958), más conocido como Nicolás, ha vivido siempre aquí. Su casa es su refugio, el lugar donde todavía convive, espiritualmente, con su madre. Incomprendidos, raros, llenos de fantasía, los dos se aislaron de un mundo exterior que les resultaba amenazante y hostil. “Digo mi vida y digo mi madre”, se lee en montones de dibujos, aquí y allá. Nicolás habla de ella incansablemente, con idolatría y devoción. La relación que tuvieron escapa a todos los cánones asignados tradicionalmente a madre e hijo, salta por encima de los tabúes. Él mismo explica que las revistas porno de los años 80 y 90 cuyas fotografías salpican las paredes se las compraba ella. También que el mayor erotismo lo experimentaron juntos, ya en su infancia. “Era como una niña, los dos éramos como niños”, dice. Se llamaban Popeye el uno al otro, por eso hay referencias a Popeye por todos lados. Frente a la animada locuacidad con la que habla de ella, despacha con brevedad a su padre: era un hombre mucho más convencional, dice, con sensibilidad artística pero una visión del mundo estrecha y represora. Confiesa que su muerte la vivieron como una liberación: así podían, al fin, “retomar libremente la vida anterior”. A Nicolás el universo masculino le resulta incómodo, lejano y aburrido. La casa es un altar en honor de lo femenino. “Yo miro a estas mujeres - dice señalando las imágenes pornográficas- y no veo aquello para lo que fueron creadas estas fotos. Veo más allá, trato de ver el alma de estas chicas”.
Nacida en 1929, Felisa Cerezo fue una especie de anarquista sentimental. La muerte de su abuelo tras pasar por la cárcel y la represión general sufrida en su familia la sumieron en una tristeza permanente. Nicolás la define como una tristeza luminosa, llena de pureza. Ella le transmitió sus gustos literarios y musicales, se convirtió en su guía para todo. Al hablar de su obra, Nicolás usa frecuentemente el “nosotros”, como si cuando escribe o pinta lo hiciera gracias a ella, facilitando un cauce expresivo para que se manifieste. Bajo este influjo materno, aparecen otras mujeres que han marcado su vida, como La Criatura Dorada o Hind, una chica de Casablanca que visitó su casa en 2015 para la serie de fotografías eróticas que Javier Parra hizo en este peculiar escenario. Esa sesión fotográfica -la única vez que vio a Hind- supuso para Nicolás una revolución interior. “Nadie ha leído mi alma como tú”, le dijo Hind, que al parecer terminó sus días como víctima de una red de prostitución. La tercera presencia, quizá la más fuerte, es la de Anabel, una ecuatoriana que cuidó de Felisa en sus últimos meses de vida. Fue Anabel, con quien mantuvo una relación amorosa que fue contando por entregas a Luis Alberto de Cuenca, quien lo “inició” -es el término que utiliza- tras la muerte de su madre en 2013. Ella ya no vive en Madrid, pero sigue en los dibujos y textos de Nicolás, además de en las postales en las que Luis Alberto de Cuenca iba comentando la historia -y que Nicolás sobreescribe con su letra porque, dice, si no no se ven bien-: “Tus amigos tenemos una deuda con Anabel. Lo que te dice es tan hermoso…”.
Nicolás ha dado nombre a cada una de las habitaciones de la casa. En “La creación de otro mundo” es donde duerme, come y escribe. Cuesta trabajo entenderlo, porque solo hay un sofá pequeño. La mesa está cubierta con sus libros -publicados en el sello Matraca- y botes con lápices y rotuladores, sin espacio para nada más. En “La biblioteca de los sueños” hay más libros y cassettes intervenidos, imágenes de John Lennon, Blondie, Buster Keaton, el Horses de Patti Smith; un payaso de cristal regalo de Marianne Faithfull, peluches, libros apilados en una gran mesa central, la Gorda de las Galaxias volando entre fotografías de mujeres desnudas o en ropa interior, escenas pornográficas… El lugar en el que estas imágenes se insertan -inocencia y crudeza; dulzura y dolor- las despoja por completo de obscenidad. Se trata de mirarlo todo, pero de otra manera. El sadomasoquismo, dice, le atrae no tanto por lo erótico como por la mágica capacidad de transformación del dolor. Además, ¿acaso no hay más sadomasoquismo, y más cruel, en las parejas convencionales o el mundo del trabajo?, pregunta. Ante el dibujo de un dodo, sonríe y habla de su fijación por los animales extinguidos, acosados, raros, como el tilacino, y también por los marsupiales, que le fascinan por el estrecho vínculo que mantienen con la madre. En general, le interesan los inadaptados, los perseguidos y los suicidas: Lorca y Patricio Lumumba, Ian Curtis y Violeta Parra.
Allá donde se posa la mirada, se encuentran referencias a poemas y letras de canciones. Las siguientes estancias son La cocina del alma -por Soul Kitchen, de Los Doors- y Ella entró por la ventana del baño -por She Came in Through the Bathroom Window, de los Beatles-. También aquí es visible la firma de Nicolás. Hay un libro de Bowie sobre el retrete. Azulejos con dibujos en blanco y negro que formarán parte de su próximo libro Aullido, homenaje a Allen Ginsberg. Una leyenda en la nevera: “Grité amor y sigo gritando”, junto a la foto de unas guerrilleras colombianas. Fotografías de Ana Laura Flúor. Juegos de espejos en los que se entra y se sale: “Te espero dentro del espejo”, “Enséñame la luz de los espejos”. Al final del pasillo se llega a El Santuario de mi Madre, la habitación más oscura, más sobrecogedora. En mitad de la estancia, un espacio vacío destaca en el contexto de abigarramiento general: “El hueco de mi madre”, dice Nicolás. En el espejo se lee: “La habitación donde murió mi madre con Anabel”. Me pregunto cómo va a poder Sonia sacar fotos de este lugar, por la escasez de luz, que me obliga a guardar silencio hasta que los ojos se me hacen al lugar. Hay nombres de mujeres, más fotos, ropa femenina. “Mi madre se parecía a Jennifer Jones”, explica. En la puerta de un gran armario, fotografías de Javier Parra con sus modelos, junto a camisetas de Nicolás colgadas en perchas, en un bodegón que rezuma erotismo y dolor. Sobre la cama -muy pequeña, alineada junto a la pared-, más prendas y objetos. Para acceder al cuarto del propio Nicolás -el último de todos, que ahora ya no usa- hay que cruzar el dormitorio materno. Su nombre, La Isla de Esmeraldas de Anabel, señala la proveniencia de su amada. Es quizá el lugar que mejor preserva la atmósfera adolescente, con la pared empapelada de dibujos y carteles que aluden a sus gustos musicales y estéticos. En el escritorio cubierto de objetos destaca una caja de acuarelas de su infancia. Los cristales pintados apenas dejan filtrar una luz coloreada de nostalgia. Sobre la cama, también muy pequeña, se extienden delicadas prendas de la madre, el envase de helado que Anabel usaba de tupper para llevarle comida, muñecos, una caja de costura y las palabras “Mi cama. Con Anabel. Con Hind”.
Frente a la noción de pecado original, Nicolás busca restablecer la inocencia original del amor, su poesía pura y dolorosa. En este sentido, toda la casa es una declaración de amor y un grito de dolor. Nicolás no guarda los objetos para recordar, sino que los utiliza, interviniéndolos con sus dibujos y su escritura, para invocar a sus personajes. En una pandereta infantil de una Navidad de los sesenta, escribió: “Mágica soledad con criaturas del otro lado”. En una bolsa de papel del Burguer King: “De la misteriosa mujer que me da un helado de nata con fresa. Viernes 15 de marzo de 2019, en la boca de metro de Concha Espina. ¿Quién eres, cómo te llamas? Te quiero”. Cuando le dedican un libro, sobreescribe la dedicatoria con su propia letra, como acto de comunión con la persona que le hizo el regalo.
En la actualidad, Nicolás vive sin ingresos, salvo lo que consigue gracias a su editor y mecenas Pepe Cueto, que está recuperando su obra completa. El piso, de renta antigua, puede hacer que en cualquier momento la amenaza de desahucio -que ya se presentó en vida de la madre- se haga efectiva. ¿Qué se haría entonces con este museo, con este testimonio de vida y dolor, realidad e irrealidad? Nicolás encoge los hombros con una especie de calma resignada. Al menos ahora lo estamos viendo, dice. Sonia no suelta la cámara.
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