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Vampiros, zombies y adictos al gimnasio: cómo convertimos la cultura ‘fitness’ en la gran aspiración de la clase media

Los gimnasios surgieron como setas en los barrios, se convirtieron en las nuevas catedrales de la clase media y arrojaron sobre nosotros una verdad desconcertante: de todas las posibilidades que nos ofrecían nuestros cuerpos, elegimos tener uno igual que todos los demás

Getty Images/Montaje: Pepa Ortiz

Hace días pudimos ver un vídeo viral donde muchísima gente hacía deporte en una zona de la Barceloneta convertida en improvisado gimnasio al aire libre. Mientras la cámara del móvil zigzagueaba y recogía las distintas actividades junto a la playa, destacaba la de un hombre que literalmente reptaba por la calzada haciendo lo que en crossfit se conoce como "flexión de lagarto": ¿cómo era posible semejante coreografía al ritmo de La La Land en una de las ciudades más golpeadas por el virus, entonces aún en fase cero? A los pocos días, en La Vanguardia entrevistaban al “lagarto de la Barceloneta”, que nos informaba de que la autoridad portuaria había precintado esa zona: “Me han cerrado el gym”.

¿Nos ha revelado el confinamiento, entre otras cosas, que la cultura fitness se ha convertido en una de las máximas aspiraciones de la medianía, esa escurridiza franja social que además de autoidentificarse con la clase media abarca todas las edades en que una persona se considera productiva?

¿Nos ha revelado el confinamiento, entre otras cosas, que la cultura fitness se ha convertido en una de las máximas aspiraciones de la medianía, esa escurridiza franja social que además de autoidentificarse con la clase media abarca todas las edades en que una persona se considera productiva? ¿Hemos echado más de menos el gimnasio que los bares u otros lugares de esparcimiento y socialización durante este período de encierro? ¿Qué ha operado en muchos de nosotros para que la forma física se haya vuelto un visado indispensable no solo hacia cierto bienestar personal sino para, una vez dentro de la medianía, llegar hasta la ansiada cumbre del éxito?

El gym, en tanto que templo dedicado al cultivo de la buena forma, resulta un locus interesante. Los que más éxito han tenido entre el urbanita de entre 25 y 55 años, trabajador más o menos precarizado con aspiraciones clasemedianas, pertenecen a cadenas – nacionales o multinacionales – que por un precio asequible ofrecen zona de cardio (diversas máquinas dispuestas en monótonas filas), zona de clases (para spinning, yoga, pilates, etc.) y zona de pesas (pare el ejercicio anaeróbico). Forman parte de ese tipo de paquetes low cost de entretenimiento que van de las plataformas de televisión a las vacaciones en pisos turísticos, a los que dedicamos sistemáticamente buena parte de nuestras rentas del trabajo. En estos lugares, donde rige la cultura del esfuerzo, la adicción y el sufrimiento, se despliega toda una serie de dispositivos que tratan de disimularla trastocándola en cultura de la intensidad, la alegría contagiosa y el entusiasmo.

Getty Images

Es evidente que la labor de los monitores de las distintas disciplinas impartidas es fundamental para lograr esta sensación: sus consignas a los –a menudo– extenuados clientes son una versión soft del aleccionamiento militar y de las exhortaciones con que los mandos superiores alientan a sus tropas. Pero entre lo que podríamos llamar “puntos energizantes” del gym también hay una ristra de elementos accesorios, estéticos, cuya pretensión es infundir ánimo: los espejos trucados mediante iluminación que proyectan ecos de un narcisismo reconfortante y permiten un juego disimulado de miradas vigilantes y/o deseantes, la música machacona que penetra incluso en los auriculares de aquellos que tratan de ejercer su idiorritmia, los vinilos a gran escala con parejas de modelos hombre-mujer a los que aspiramos a parecernos y las máquinas expendedoras de productos milagrosos para rendir al máximo o reconstituirse.

En estos lugares, donde rige la cultura del esfuerzo, la adicción y el sufrimiento, se despliega toda una serie de dispositivos que tratan de disimularla trastocándola en cultura de la intensidad, la alegría contagiosa y el entusiasmo

A diferencia de las grandes catedrales góticas, estas iglesias del nuevo credo mantienen una relación diferente con la luz: se prefiere la semioscuridad de sus salas, se trabaja bajo la incandescencia de tubos fluorescentes o LED y, en caso de que el local disponga de buenos ventanales, son las cintas de correr las que se colocan delante de ellas, lo que, al igual que ocurre con muchas oficinas que alinean sus mesas de trabajo frente a las cristaleras de sus casi transparentes edificios, los muestran, desde el exterior, como escaparates del trabajo ordenado y serializado. Desde esta perspectiva no es difícil entender el gimnasio como manufactura de cuerpos disciplinados y homogeneizados.

La comunidad gay ha sido pionera en la deificación del gimnasio como lugar de peregrinación rutinaria. Aunque hay teorías que asocian la frecuentación del gym por parte de muchos gais con una reacción de autoestima ante el estigma del cuerpo devastado e “insano” derivado de la gran crisis del sida, esta práctica parece remontarse a antes de la aparición del virus, y ya estaba bastante implantada a mediados de los setenta en centros urbanos estadounidenses como Nueva York o San Francisco. Actualmente, el gym no solo se ha convertido en un deber para todo hombre gay que pretenda resultar atractivo, sino que se ha vuelto un lugar de encuentro (esquivo, a veces de pre-encuentro sexual) de afinidades electivas.

En las apps de ligoteo como Grindr no hace falta mover mucho el molinillo para encontrarse con perfiles que buscan “compañero de gym”. También abundan los que se definen como “deportistas”. Entre las actividades esenciales de muchos de estos perfiles está el gym, o similares como el jogging, el crossfit y otros préstamos del inglés. En general, variantes deportivas que se practican en solitario o, como mucho, a dúo. Ya se sabe que a muchos gais los deportes en equipo nos traen recuerdos del adoctrinamiento heteronormativo que padecimos en el recreo de nuestros colegios… A un amigo y a mí siempre nos resultaba sorprendente encontrarnos por calles, bares y discotecas a esos grupos de hombres gais de homóloga forma física que parecen hacerlo todo en grupos de tres o cuatro: desde comprar en el súper a pasear al perro. Los llamábamos, cariñosamente, tomates en rama. Cuando salían de un portal a la calle, de uno en uno, no era difícil compararlos, en un giro pornófilo, con las bolas chinas. Evidentemente, les unía su pertenencia a la cultura fitness.

"Byung-Chul Han, el recurrido filósofo coreano que reside en Berlín, afirma que la sociedad del siglo XXI no es una sociedad disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento".
"Byung-Chul Han, el recurrido filósofo coreano que reside en Berlín, afirma que la sociedad del siglo XXI no es una sociedad disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento".Getty Images

Hablo de la comunidad gay porque me toca más de cerca, pero creo que estos hábitos y reglas se extienden cada vez con mayor fuerza a la población en general, si se me permite esta odiosa expresión. Byung-Chul Han, el recurrido filósofo coreano que reside en Berlín, afirma que la sociedad del siglo XXI no es una sociedad disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento: “La sociedad disciplinaria de Foucault, hecha de prisiones, hospitales, centros penitenciarios, cuarteles y fábricas, ya no es un reflejo de la sociedad contemporánea. En su lugar, ya hace mucho tiempo que ha surgido una sociedad de torres de oficina de cristal, shoppings, centros de fitness, estudios de yoga y clínicas de belleza”. Así, el adiestramiento del cuerpo se convierte en otra forma de autoexplotación del yo, que ha devenido una marca comercial que abarca casi todos los aspectos de nuestra existencia, sucursalizada a través de los distintos avatares especializados de nuestras redes sociales.

La comunidad gay ha sido pionera en la deificación del gimnasio como lugar de peregrinación rutinaria. Aunque hay teorías que asocian la frecuentación del gym por parte de muchos gais con una reacción de autoestima ante el estigma del cuerpo devastado e insano derivado de la gran crisis del sida, esta práctica parece remontarse a antes de la aparición del virus

Al igual que la extensa carta de Netflix nos crea la ilusión de que disponemos de una capacidad de elección casi agotadora, cuando en realidad se trata de un conjunto bastante estandarizado que nos convierte en espectadores con un gusto uniformado, los centros de fitness operan de forma similar respecto a la conciencia del propio cuerpo y del deseo por el cuerpo ajeno. La cultura fitness no solo forja cuerpos homologados como cualquier otra mercancía, sino que funciona a modo de adoctrinamiento ético y estético. La obsesión por cuestiones relacionadas con la alimentación y la forma física (ortorexia, vigorexia, etc.), a veces contradictorias entre sí y desencadenantes en buena parte de grandes quebraderos de cabeza desde el punto de vista del “consumo ético”, se erigen ante el gran altar sacralizado de la salud personal. Conviene resaltar lo de personal porque pocas veces intentamos contemplar un panorama global o colectivo de lo saludable, así que a pesar de que intuimos que la sociedad está en mayor o menor medida enferma, volcamos toda preocupación en lo individual, con un gesto de ensimismamiento.

Al igual que la globalización económica ha creado la estandarización de los centros urbanos, haciendo que muchas ciudades pierdan buena parte de su aura, la globalización ético-estética, de la que participa la cultura fitness, entre otras, ha producido un cierto infierno de lo igual, haciendo cada vez más difícil ver al otro, en su exuberante y radical diferencia, y en esta inversión de la libido sobre el propio yo, en este yo que se ahoga –como el Narciso del mito– en su propio reflejo proyectado sobre un laberinto de espejos, el eros agoniza. “La depresión es una enfermedad narcisista”, dice Byung-Chul Han en La agonía del eros. “Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y patológicamente recargada. El sujeto narcisista depresivo está agotado y fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. Eros y depresión son opuestos entre sí, el eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en sí mismo”.

"El adiestramiento del cuerpo se convierte en otra forma de autoexplotación del yo, que ha devenido una marca comercial que abarca casi todos los aspectos de nuestra existencia".
"El adiestramiento del cuerpo se convierte en otra forma de autoexplotación del yo, que ha devenido una marca comercial que abarca casi todos los aspectos de nuestra existencia".Getty Images

Me vienen a la cabeza dos figuras clásicas del folclore popular: los vampiros y los zombies. Los vampiros son criaturas condenadas al consumo eterno (de sangre) pero que al interactuar con sus víctimas humanas las convierten en vampiros. Obtienen del otro lo que su consumo exige, pero ipso facto lo transforman en ellos mismos. El ciclo de consumo se reinicia, adoptando la forma de una adicción narcisista. Este contagio de tu propia naturaleza también se da en la mordedura de los zombies, aunque estos, a diferencia de los vampiros, más melancólicos y aristocráticos, de personalidad más marcada, suelen formar parte de un ejército homogéneo de esclavos cuya voluntad se supedita a las órdenes de un hechicero. Este mélange zombi-vampírico parece combinar perfectamente con ciertas obsesiones contemporáneas relacionadas con la eternización de la juventud, el cuerpo plenipotenciario y la vida sana sin tregua, así como con muchas prácticas de consumo masivo, y con la pertenencia a silos estéticos –o relativos al gusto– hechizados por parte de grandes corporaciones globales. La condición zombi-vampírica no es solo ignominiosa por lo que tiene de monstruosa, sino porque de ella se ha sustraído toda relación humana equilibrada con la vida y la muerte. Tanto unos como otros son muertos vivientes.

En El cuidado de sí, tercer volumen de su inacabada Historia de la sexualidad, Foucault, mediante el análisis de la ascética de algunos autores de la Antigüedad Clásica, soñó (de una manera extratextual, si se quiere) con una inquietud de sí mismo de resonancias éticas y políticas, que incluyese actividades como el retiro, la meditación, la escritura, el examen de conciencia, el silencio, el ayuno, la escucha, el diálogo o la interpretación de los sueños. Se entiende que el cuidado de sí se logra a partir de la apropiación y la práctica de estas tecnologías del yo, en la medida que se aborda cada una de ellas, y a partir de ellas se logra una subjetivación desde la resistencia como práctica de libertad, en tanto el sujeto las elige, a diferencia de las tecnologías de poder, a las que el sujeto está sometido no por elección propia sino por una condición histórica y cultural, herencia de la época en la cual le ha tocado vivir. El cuidado de sí, en tanto que arte de vivir alejado del paradigma consumista zombi-vampírico, no solo repercute en beneficio propio, sino también en beneficio de la sociedad en la que se vive y, por tanto, es también cuidado de los otros.

La desescalada hacia esa Nueva Normalidad a la que estamos asistiendo podría servirnos para, aprovechando la extrañeza de esta primavera cada día más rotunda, sentir una mayor inquietud de nosotros mismos y de los paradigmas mundanos que, por segundos, parecen volver a abrirse paso con la inercia de lo aprendido e indisputable. Evitaremos así que la Nueva Normalidad se convierta solo en una nueva nomenclatura par la Vieja Subnormalidad degradada. Lo fitness, una de cuyas acepciones en inglés es “lo idóneo”, podría ser un buen punto de partida.

Entre tanto, podemos recordar con Rufus Wainwright su vídeo para Rules and Regulations, cuya letra dice irónica:

"Así son las normas y los reglamentos

de los pájaros y las abejas

de la tierra y de los árboles

Por no hablar de los dioses, por no hablar de los dioses"

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