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Columna
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Autoritarismo viral

Todo el mundo dice ser demócrata igual que dice estar en contra de la corrupción o a favor de la paz mundial

Pablo Simón
Cuatro repartidores con mascarillas junto a una boca de metro en Shangai, el mes pasado.
Cuatro repartidores con mascarillas junto a una boca de metro en Shangai, el mes pasado.YIFAN DING (Getty Images)

La buena prensa de la palabra democracia no se generalizó hasta después de la II Guerra Mundial. Desde entonces, todos los regímenes se pusieron ese apellido, ya fueran sistemas autoritarios (las democracias populares) o de corte liberal occidental. Lo democrático se volvió lo deseable, de modo que se hizo complicado medir su apoyo en las encuestas. Todo el mundo dice ser demócrata igual que dice estar en contra de la corrupción o a favor de la paz mundial.

Una manera de superar este escollo es preguntar como alternativa si, en determinadas circunstancias, podría ser tolerable que un hombre fuerte se haga cargo del país. Algo que no quita que se alcancen niveles del 85% de españoles a favor de la democracia. Ya los politólogos Montero y Torcal mostraron muchas veces como, pese a nuestra tradicional desafección política, en España el apoyo al sistema democrático es equivalente a la del resto de países europeos.

Sin embargo, es justamente en la condicionalidad o no de la legitimidad democrática donde se libra la batalla. La literatura clásica ha tendido a distinguir entre los conceptos de legitimidad: difusa o específica. La difusa se refiere a en qué medida un sistema político se lo considera justo en tanto que sus procedimientos y reglas, per se. La específica trata sobre si el apoyo al sistema político es instrumental, está condicionado a los rendimientos que genera.

Tradicionalmente se decía que la democracia, frente a la dictadura, estaba a salvo de shocks externos porque se podía separar lo justo de sus procedimientos de sus resultados. Es decir, que con una crisis económica te enfadas con el gobierno, pero no cuestionas las reglas democráticas. Ahora bien, el politólogo Pedro Magalhães ha apuntado que esta visión es demasiado complaciente; el apoyo a nuestros sistemas se ve mucho más afectado por sus rendimientos de lo que pensábamos.

Ya hacía tiempo que algunos sectores sociales miraban con indisimulada envidia a China. Un país que ha crecido espectacularmente durante la última década sin pasar por el engorro de la lentitud en decidir y la fiscalización de las opiniones públicas. La gestión sanitaria del coronavirus la han aprovechado para remachar este argumento; la contención ha sido posible tomando decisiones drásticas y vulnerando derechos que para nuestros estándares son fundamentales.

De ahí que cada vez se escuche en más foros la duda sobre si la democracia no es el modelo óptimo para competir o gestionar amenazas globales. Algo que parte de la terrible idea de que la democracia sólo tiene valor por los rendimientos que genera, no por los derechos que garantiza. Pero, y aunque esa ineficacia de nuestro modelo no está demostrada (o, aunque fuera así), como una infección se empieza a extender esta tesis, algo que nos lleva a una pregunta incómoda ¿Somos demócratas o depende?

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Sobre la firma

Pablo Simón
(Arnedo, 1985) es profesor de ciencias políticas de la Universidad Carlos III de Madrid. Doctor por la Universitat Pompeu Fabra, ha sido investigador postdoctoral en la Universidad Libre de Bruselas. Está especializado en sistemas de partidos, sistemas electorales, descentralización y participación política de los jóvenes.

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