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Columna
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Mi suegra y Greta

Es necesario concienciar a la sociedad de que eliminar las emisiones de carbono y adaptarnos a la lucha contra el cambio climático no es barato

Cristina Manzano
El jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, este martes en el Europarlamento.
El jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, este martes en el Europarlamento.VINCENT KESSLER (REUTERS)

Mi suegra no conoció a Greta Thunberg, pero era la persona más ecologista que me he encontrado nunca. Educada en la más pura tradición castellana de la austeridad, practicó de manera innata, y mucho antes de que Greenpeace lo convirtiera en doctrina, la norma de las tres R: reducir, reutilizar, reciclar. Era su manera genuina de estar en el mundo: dejar la menor huella posible en el entorno.

La cosa viene a cuento a raíz de la polémica provocada por el Alto Representante para la Política Exterior de la Unión Europea, Josep Borrell, al declarar que habrá que ver si los jóvenes que se manifiestan por el clima están dispuestos a rebajar su nivel de vida para asumir el coste que supone, y supondrá, tratar de atajar el cambio climático. El “síndrome Greta”, lo llamó. Poco después rectificó su comentario.

Tiempo les ha faltado a los apóstoles del no para volver a arremeter contra todo lo que trate de combatir uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. Como en tantos otros campos, la lucha por la sostenibilidad se ha convertido también en terreno abonado para la polarización.

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No es la primera vez que Borrell alerta sobre los elevados costes de la descarbonización, aunque tachar de frívolos a los jóvenes que buscan defender su futuro no parece la mejor forma de hacerlo. Pero sí es necesario concienciar a la sociedad de que eliminar las emisiones de carbono de nuestro sistema económico y adaptarnos a la lucha contra el cambio climático, como todos los grandes procesos de transformación de la historia, no va a salir barato.

La factura de la descarbonización se ha convertido en uno de los debates del momento. Entran el factor económico y el social. Cuánto costará y cuántos puestos de trabajo se perderán por el camino; cómo afectará a determinadas formas de vida. La resistencia está garantizada. El ejemplo recurrente es el de los chalecos amarillos, que saltaron ante una subida del precio del diésel.

Pero no hacer nada no es una opción. Ya en 2006 el Informe Stern calculaba que reducir las emisiones para limitar el aumento de temperaturas costaría un 1% del PIB global al año; de no hacerlo, el daño se llevaría un 20% de dicho PIB. Con datos más recientes, el informe Global Futures de WWF prevé un coste total por la pérdida de naturaleza, entre 2011 y 2050, de 10 billones (con b) de dólares. Además, por supuesto, de las pérdidas en vidas humanas directas e indirectas.

En todo el mundo cada vez más gente es consciente del desafío, aunque sigue habiendo una brecha entre la conciencia y la acción. Sí, es cierto que jóvenes y mayores tendremos que adaptar nuestro estilo de vida. Pero como mi suegra demostraba en su día a día, no es algo que tenga por qué costar demasiado.

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