Lucha a muerte contra un pino Monterrey
En realidad, el autor, torpe dueño de dos sierras mecánicas, estuvo a punto de sufrir un destino peor que la muerte en su enfrentamiento contra el salvaje árbol caído
El destino ha querido que me regalaran por mi cumpleaños otra motosierra –ya tengo dos, igual que Javier Bardem en Huevos de oro llevaba dos Rolex– coincidiendo con la caída de un gran árbol en mi casa de las montañas. Es una segunda residencia tipo cabaña de Hemingway en la que espero escribir un día la gran novela americana, si se deja.
El árbol, un pino de Monterrey alto y perverso, se desplomó en un episodio de viento huracanado, aplastando todo a su paso. La copa quedó sobre el camino del jardín, bloqueando el paso. Parecía que el bosque entero de Birnam hubiera avanzado confundiendo mi casa con la de Macbeth. Estuve unos días mirando el estropicio de lado, con la absurda pretensión de que el asunto se solucionase solo. Pero hubo que ponerse manos a la obra, no podía seguir dando un rodeo para entrar en casa. Toda aventura empieza por vestirse adecuadamente: desempolvé la camisa de cuadros, las botas Timberland, la gorra con orejeras, los guantes de trabajo, y salí a dar la batalla, todo resolución y virilidad, y sin afeitar.
Toda aventura empieza por vestirse adecuadamente: desempolvé la camisa de cuadros, las botas Timberland, la gorra con orejeras, los guantes de trabajo, y salí a dar la batalla, todo resolución y virilidad, y sin afeitar
Como decía, soy el inesperado poseedor de dos motosierras. La primera, una Talón Chain Saw AC 3102 de 55cc, es una bestia que duerme en el suelo de la leñera con aire de cepo de castores ahíto. Solo la uso para impresionar a las visitas. La nueva es una más manejable Oregon Pro-Am.325”. Imbuido de la mística de la sierra mecánica (imágenes de Burt Reynolds y filmes de enmascarados persiguiendo adolescentes), empecé a abrirme paso en el árbol caído. El trasto, atronador, cortaba las ramas como mantequilla, pero al acometer el inmenso tronco titubeó. Se encallaba en la madera y daba peligrosos tirones, buscándome la yugular. Yo sudaba y temblaba, pero me encontraba en ese estado febril masculino que consiste en una borrachera de poder y testosterona. Entonces, con un silbido estremecedor de serpiente de acero, saltó la cadena. La motosierra siguió aullando desdentada mientras veía retorcerse la serpentina letal fuera de la guía. Pasé horas tratando de recolocarla y de discernir el funcionamiento del sistema de tensado. Hasta que acabé cambiando la motosierra por la siempre fiel hacha.
La tarde enmarcó mi lucha con el árbol, esta vez a brazo partido. Hay una poesía en el hacha que no conoce la motosierra. Con ella evoco jornadas agrestes en el Yukón que, por supuesto, nunca he vivido; la tradición de entrechocar las hojas entre leñadores cuando hay tormentas eléctricas, la de no pasar nunca el hacha con el filo hacia arriba y no talar jamás el árbol en el que anida un búho. Es recomendable orinar en el perímetro de la tala si hay cerca lobos y osos. Enfrascado en estos pensamientos descuidé los golpes y en uno el hacha rebotó en el tronco para revolverse contra mí. Noté el impacto en la pierna y me quedé paralizado de terror. Afortunadamente el golpe no había sido con el filo pero dolía una barbaridad. Me retiré cojeando como un Churruca de los bosques, mientras a mi espalda el viento arrancaba carcajadas en las ramas del árbol. Apretando los dientes, sonreí para mis adentros: había perdido una batalla pero quedaba toda una guerra, y nadie dice que yo no pueda tener tres motosierras…
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