James Bond contra Boris Johnson
El primer ministro británico convirtió la celebración del Brexit en un disparate histórico. Y en una horterada
Lo importante es no mezclar. Ya lo decía James Bond de su inseparable Dry Martini: “agitado, no mezclado”. Los que entienden de cócteles sostienen que se debe hacer exactamente lo contrario, pero tal vez el agente secreto más famoso al servicio de Su Majestad británica expresa, no una manera de preparar una bebida, sino una manera de ser que, por cierto, ha sido siempre profundamente británica. Porque con las mezclas hay que tener cuidado. Por ejemplo, una cosa es la política en el bar y otra muy diferente en el Parlamento. En este caso en el pub y en Westminster. Y de la misma manera que veríamos absurdo que las formas parlamentarias se apropiaran de las barras con sus parroquianos dando tragos de cerveza, también nos debería parecer raro que el bar haya invadido, también en las formas, la política británica. Las formas son una cuestión de fondos y las celebraciones en el Reino Unido en la medianoche de la salida de la Unión Europea dejan un regusto a cerveza, a cánticos de hermandad y a pérdida. Una pérdida no solo de un importante compañero de viaje en el proceso de construcción europea sino de un estilo que, guste más o menos, ha definido a las instituciones británicas. O lo ha hecho hasta el viernes.
Podría ser comprensible que la euforia del vencedor haya provocado exageraciones. Pero cosas como la quema de banderas europeas frente al Parlamento británico son una zafia demostración de no saber ganar —porque los partidarios del Brexit han ganado, esto es indiscutible— que refleja una rabia injustificada. Y quienes han hablado de una nueva independencia del Reino Unido han entrado en el terreno del disparate. La Unión Europea jamás puso en cuestión la soberanía del Reino Unido. Ni antes del Brexit, ni durante todo el caótico proceso que siguió al referéndum, ni una vez consumada la salida. Este es un argumento de pub que esgrimió desde el principio —naturalmente con un codo apoyado en la barra— Nigel Farage y que logró proyectar con éxito. Primero, a los pasillos de Westminster y luego, al 10 de Dowing Street. Todos, incluidos los británicos, deberíamos respirar con alivio porque quienes celebraban ebrios de alegría por las calles de Londres la liberación del Reino Unido del yugo de Bruselas no pertenezcan a la generación de británicos que se dejaron la vida en las trincheras de Francia contra el Imperio Alemán hace cien años, ni a la de quienes cruzaron el Canal hace 76 años y fueron a morir en las playas de Normandía para liberar a Europa de las garras de Hitler.
Y luego vino a quien le pareció una buena idea convertir la residencia del primer ministro en un hortera decorado con un juego de luces y cuenta atrás incluida. La pequeña vivienda que se había convertido en símbolo de sobriedad —y, reconozcámoslo, de elegancia— en la forma de entender un cargo se convirtió de pronto en un edificio más propio de una calle secundaria de Las Vegas. Si en un momento dado se abre la puerta y aparece Boris Johnson con unas strippers aquello no hubiera desentonado.
¿Qué les pasa a los Brexiters? Que han mezclado y probablemente lo sigan haciendo durante los próximos meses. Y por el camino se han dejado varias cosas muy británicas en el perchero de la puerta del bar. James Bond nunca hubiera visitado esa residencia del primer ministro convertida en un juego de luces. Pero claro, el actor más famoso que le dio vida al agente 007 es escocés.
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