Metafísica de la crispación
Lo importante es mantener la sobreactuación de la discordia. En España no se hace política, se hace la guerra
Volvemos a una recreación del enfrentamiento entre las dos Españas. Esta vez en plan posmoderno y con una escenificación que raya en la histeria. Ya no le subyace tampoco confrontación ideológica alguna. El choque entre opciones políticas crecientemente polarizadas funciona como mero automatismo. Cualquier cosa es bienvenida con tal de mantener viva la hoguera. La semana pasada fue el pin parental, luego la decisión del TS sobre Torra. En esta, todo lo absorbe el caso Guaidó y Venezuela. Mañana será otra cosa.
Y si no la hay es irrelevante, la confrontación se desplazará sobre alguna de las cuestiones anteriores u otras improvisadas. Lo importante es mantener la sobreactuación de la discordia. En España no se hace política, se hace la guerra.
Como en la guerra, lo que importa es el lado del que está cada cual. Por eso, el mejor criterio de orientación para evaluar lo que ocurre no lo ofrece el juicio racional autónomo, sino la mecánica adscripción partidista. Uno se guía por donde están los suyos, no por las conclusiones que quepa extraer de una deliberación pública. Esta no existe. Por tanto, no hay ciudadanos propiamente dichos, hay militantes. Y, como es sabido, entre estos lo que impera siempre es la lógica binaria, a favor o en contra de algo. Al enemigo se le niega toda capacidad para la acción correcta y la posición intermedia se ve como una patología, la de la conducta desviada.
Por ir a casos concretos, a mí, por ejemplo, me parece un error la designación de Dolores Delgado como fiscal general del Estado y la actitud del Gobierno ante Guaidó, pero aplaudo los intentos de buscar el difícil entendimiento con Cataluña, el diálogo social y la búsqueda de una salida a los problemas que se nos han acumulado durante esta fase de Gobierno por inercia. Y creo que puedo aportar los argumentos para sostener cada una de estas posiciones. Si estuviera en la oposición imagino que sabría modularla a partir de ellas; ser duro cuando considero que hay que serlo y cooperativo cuando lo exijan las circunstancias. En esto consiste la normalidad democrática. Pues no, para quien concibe al Gobierno como el mal absoluto nada de cuanto emprenda puede producir algún bien. Al diablo, ni agua. Por eso casi nadie discute ya sobre decisiones específicas; todas ellas, se convierten en manifestaciones concretas de un vicio subyacente.
Y si del mal no se puede derivar ningún bien, del bien —para quienes lo identifican con el Gobierno— solo cabe esperar acciones virtuosas. No se puede no apoyarle en todo. Si no funcionan las racionalizaciones siempre se puede acudir, como en el caso Delgado, a algún precedente similar de cuando la oposición estaba en el Gobierno. ¿Pero no habíamos quedado en que se venía para regenerar la democracia? Da igual, es ontológicamente bueno porque es de los nuestros.
Auguro poco éxito a esta columna en las redes. Solo funcionan aquellas en las que se da leña a alguna de las partes. A los “tibios” no se nos zurra apenas. Se nos ignora.
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