Te quiero libre
Entre los derechos del niño y los de sus padres, el criterio prioritario será el interés superior del niño
Cuando hablamos de los niños y niñas nos sentimos tentados a hablar de su futuro, de las personas que serán. En días en los que se habla de los niños como “propiedad” de sus padres es imprescindible que recordemos una victoria de gran calado que deberíamos festejar y nunca cuestionar, como fue el reconocimiento de los niños y niñas como seres con dignidad y, por tanto, sujetos de los derechos humanos.
La Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño cumplió el pasado 20 de noviembre 30 años, pero la batalla venía librándose desde años antes. Este tratado internacional del que tanto nos gusta presumir como el más ratificado en el ámbito mundial, supuso una verdadera conquista en términos de derechos, no porque a los niños y niñas haya que reconocerles unos derechos humanos distintos a los de los adultos, sino porque es necesario adaptar esos derechos a las características específicas de quienes los tienen. En este sentido, lo que la Convención vino a establecer claramente fueron las obligaciones para los Estados firmantes de garantizar el pleno disfrute de los derechos en ella recogidos, que se volvieron así vinculantes.
No vamos a recoger aquí la evolución de la concepción del niño como objeto de protección a sujeto de derechos a la que se alude constantemente en esta materia, pero sí resulta ilustrativo recordar que algunas de las palabras clave en este recorrido han sido, como señalábamos, dignidad, autonomía, racionalidad o libertad. Y es que no podemos olvidar que, unida al reconocimiento del niño como ser humano con derechos, hemos de hablar de su capacidad progresiva para ejercerlos. Los niños son titulares de derechos, pero precisamente por no tener capacidad plena, necesitan que sus padres o representantes legales los ejerzan por ellos.
Pero no debemos caer en el manido, “los padres saben qué es mejor para el niño”, sino que debemos exigir que ese ejercicio sea “por el interés superior del menor”, es decir, que vaya encaminado a garantizar el pleno disfrute de los derechos. Ante un conflicto entre derechos del niño y de sus padres, la premisa es clara, el criterio prioritario será el interés superior del niño.
En este sentido, además de reconocer a la familia como grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y bienestar de los niños en particular, la Convención establece en su Preámbulo que los Estados deberán, por tanto, ofrecerle asistencia para que padres y madres asuman sus responsabilidades. Parte precisamente de esas responsabilidades de la familia es “ofrecer la dirección y orientación apropiadas para que el niño ejerza los derechos reconocidos en la (presente) Convención”.
De esta forma, padres, madres y/o representantes legales deben garantizar al niño y a la niña el derecho a la educación, a estar libres de violencia o a tomar parte en las decisiones que les afectan, entre otros, y siempre teniendo como “preocupación fundamental” el interés superior del menor. No se da esta responsabilidad dando por hecho que saben lo que es lo mejor para el niño, sino exigiendo que lo busquen en cada decisión.
La educación que reciban niños y niñas, para ser conforme a sus derechos, debe estar encaminada a promover su pleno desarrollo, así como a inculcarles el respeto por los derechos humanos. Además, la Convención establece que los niños y niñas deben ser educados “para asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales y religiosos y personas de origen indígena”. Y ya se encarga el propio tratado de advertir de que no se estará contraviniendo o restringiendo las libertades de los padres, colegios o instituciones educativas por exigir que la educación se encamine a dar una formación integral.
Porque asumir la responsabilidad que conlleva ser padre, madre o tutor/a de un niño o una niña supone mucho más que proteger, porque supone acompañar y promover que pueda hacer uso progresivamente sus derechos hasta que libremente pueda ejercerlos plenamente. Porque quererlos no es suficiente, porque hay que querer bien, y querer bien supone querer libre al otro. “Porque te quiero sé lo que es mejor para ti”, es una máxima que, además de no ser cierta, se erige sobre una concepción del niño que no es la que hemos conquistado en las últimas décadas. Otras batallas que podemos traer aquí, incluso sabiendo que habrá quienes se lleven las manos a la cabeza y hablen de demagogia, son la dirigida a la abolición de la esclavitud y la que lucha por la igualdad de hombres y mujeres. Y es que no quedan tan lejos estos discursos del que hoy nos ocupa y que en ningún caso nos permitirían hablar de propiedad.
Catalina Perazzo es directora de Sensibilización y Políticas de Infancia de Save the Children.
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