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Columna
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Distopía en las urnas

Al pesimismo respecto al sistema democrático no se le combate con optimismo, sino con determinación

Jorge Marirrodriga
Rodaje de promocion por el grupo SADE de la nueva saga de Star Wars.
Rodaje de promocion por el grupo SADE de la nueva saga de Star Wars.javier hernandez juantegui (EL PAÍS)

Mientras cambiar la interpretación del pasado lleva tiempo, alterar el presente es cuestión de segundos. Y a diferencia de ambos, el futuro se presenta libre de la atadura temporal hasta que esta lo atrapa y deja de ser eso: futuro. Quién sabe si por esa incertidumbre el ser humano ha tratado siempre de cruzar ese límite y echar un vistazo a lo que va a suceder. Aunque los métodos han variado –de escudriñar los higadillos de un cordero hemos pasado a interpretar los gráficos de Wall Street— sigue siendo lo mismo. Individual y colectivamente tratamos de prever –es decir, de ver antes— algo que las leyes de la física ponen fuera de nuestro alcance.

La visión colectiva del futuro es muy interesante porque aunque tal vez no lo defina, sí que revela una predisposición, un estado de ánimo o tal vez una intuición sobre lo que está por llegar. Tres ejemplos cinematográficos. Los menos jóvenes del lugar es posible que recuerden una serie llamada Espacio 1999, situada precisamente en ese año, con el hombre colonizando la Luna y siendo capaz de lidiar con cualquier barbaridad del guion incluyendo que el satélite se saliera de su órbita y se diera una vuelta por la Vía Láctea. Por la misma época se estrenaba Star Wars con una humanidad presente en todos lados, para lo bueno y lo malo. Pocos años después Regreso al futuro 2 llevaba al espectador a un 2015 lleno de coches volares. La humanidad volaba en el futuro. Un futuro complicado –cierto, Star Wars habla de “hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana”, un detalle sin importancia— y lo hacía entonces ante un espectador con un futuro muy incierto; con unas democracias en minoría en todo el mundo y con un formidable enemigo contra ellas representado por la Unión Soviética y regímenes dictatoriales de diverso signo esparcidos a lo largo del planeta. Pero el futuro era esperanzado.

Estamos casi en 2020. La Luna sigue en su sitio, el sable láser anda perdido en algún desván y lo que mejor vuelan son los bulos en Internet. “Me prometisteis colonias en Marte y en lugar de eso tengo Facebook”, decía el astronauta Buzz Aldrin. Por el momento, parece que lo que único van a pasar sobre nuestras cabezas son los paquetes de Amazon y las pizzas. Y ese mundo democrático ha dejado de ser optimista, curiosamente después de la desaparición de la gran amenaza y de que la democracia se extendiera por la mayor parte del mundo. Pero resulta que la utopía ha dejado paso a la distopía. En el cine y en las urnas. Cada vez aumenta más el apoyo a las voces que proponen no mejorar el sistema, sino transformarlo en otra cosa. Los años 20 del siglo XX fueron “felices”, vistos en perspectiva, por la inconsciencia ante lo que venía después. Los años 20 del siglo XXI ni siquiera se espera que sean felices. Pero lo bueno es que el futuro no ha sucedido y, mientras no llegue, se puede cambiar. La respuesta frente al pesimismo sobre el modelo democrático no es el optimismo, sino la esperanza y la determinación.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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