La gran responsabilidad de los políticos
El nuevo Congreso tiene, no ya la obligación, sino la responsabilidad histórica de constituir un Gobierno estable que represente a una mayoría amplia en condiciones de gobernar
España se encuentra ante una grave situación política que las elecciones del 10-N no han hecho sino confirmar. A diferencia de otras ocasiones, esta vez no está directamente relacionada con una crisis económica subyacente, y tiene al menos dos dimensiones que se retroalimentan.
De una parte, una profunda crisis de legitimidad de la política y los políticos, que se arrastra desde la Gran Recesión, aunque ya estaba latente con anterioridad. Los políticos, a quienes compete resolver los problemas de la sociedad, han devenido en uno de sus principales problemas, como demuestran los sondeos reiteradamente. Por fortuna, tal crisis de legitimidad no alcanza a la democracia misma, pero se corre el serio riesgo de que empiece a hacerlo, y sin duda ya ha deteriorado el talante democrático en amplias minorías catalanas o de otras comunidades que priorizan sus legitimidades, supuestas o reales, sobre la legalidad y la democracia.
De otra, una crisis institucional del marco político construido durante la Transición, con dificultades para canalizar e integrar el malestar existente. Es cierto que sí ha podido incorporar a nuevas fuerzas políticas que nacieron con perfil antisistema, pero el salto del bipartidismo al multipartidismo, en lugar de facilitar la gobernanza, la ha obstaculizado por la cerrazón de los principales actores (tanto en los grandes partidos ya establecidos como en los nuevos), reticentes a llegar a pactos y acuerdos de gobierno o de legislatura.
Los políticos, a quienes compete resolver los problemas de la sociedad, son uno de sus problemas
Esta extrema dificultad para acceder a una gobernabilidad normal no solo afecta a la salud de nuestra democracia, sino que nos impide hacer frente a los principales desafíos que requieren una respuesta inmediata: la desaceleración económica, desemboque o no en crisis, que puede profundizar problemas arrastrados desde la Gran Recesión; la sostenibilidad del sistema de bienestar social (y, en particular, de las pensiones), pendiente de inevitables reformas y reestructuraciones ante los cambios demográficos y familiares; el reiteradamente propuesto (e incumplido) pacto de Estado por la educación, y el esfuerzo necesario en investigación e innovación, para no perder pie en esta nueva fase de la revolución tecnológica, cuyos efectos sobre nuestra competitividad económica y el mercado del trabajo son determinantes; el nuevo ciclo de la Unión Europea que ahora se abre, del que podemos encontrarnos ausentes por incomparecencia; el cambio climático y la transición energética, con tanta trascendencia sobre todo el sistema productivo; finalmente (pero en primer lugar), Cataluña, con la urgencia de reestablecer el respeto a la ley y a la democracia. Todo ello reforzado por el hecho de que llevamos cuatro elecciones en cinco años y arrastramos presupuestos año a año, aplazando día a día los problemas. Frente a este muy preocupante escenario, debemos destacar algunas ideas, quizá obvias, pero que necesitan ser constantemente recordadas.
Primero, el sistema político español es parlamentario, no presidencialista. No se eligen presidentes, se eligen parlamentarios. Ganar unas elecciones no da derecho a ganar el Gobierno si no se consiguen apoyos suficientes. La afirmación reiterada de que “los españoles desean que gobierne la lista más votada” es falaz, pues hay otra mayoría mayor que no ha votado esa lista, y que podría preferir una alianza distinta.
Segundo, el astuto manejo de los tiempos, tasados legalmente o no, para realizar la investidura, las pertinentes votaciones en el Congreso y, en caso de fracaso, la eventual repetición de elecciones, prolongando Gobiernos en funciones, que se ven “obligados” a gobernar mediante decreto ley, no es tampoco aceptable y viola tanto la letra como el espíritu de la Constitución.
Tercero, por todo ello, la primera obligación de los diputados es elegir un presidente que pueda formar Gobierno.
No basta con favorecer la investidura del partido más votado. Lo que se requiere son acuerdos transversales
Cuarto, es muy importante recordar que los diputados, todos, nos representan a todos, no solo a sus votantes. No hay mandato imperativo. El presidencialismo de los partidos políticos españoles (reforzado por el sistema de primarias y las listas cerradas y bloqueadas) ha venido a anular la personalidad de los diputados, que deberían hacer prevalecer el interés general por encima del interés de su partido. Aunque gobierne una “parte” de la clase política, debe hacerlo en interés de todos.
Y quinto, además, todos los diputados son igualmente dignos y legítimos, pues todos y cada uno son representantes de la soberanía nacional. Por tanto, sobran los “cordones sanitarios”.
Formado el Gobierno, y considerando su probable debilidad y lo excepcional de la situación, este debe dar entrada y juego a la sociedad civil, cuya madurez ha sido demostrada. Para ello, podría resultar eficaz que el Gobierno acordara con los principales partidos los dos o tres problemas nacionales más urgentes y creara mesas de diálogo y concertación con una composición que representara a las partes afectadas (los stakeholders, y no solo las instituciones del Estado y los partidos) y en un plazo relativamente breve presentara al Congreso un documento de análisis y propuestas. Una fórmula como esta podría generar confianza en la ciudadanía y reducir los preocupantes niveles de desafección política si consigue salir adelante con un amplio respaldo político, se presenta públicamente con una narrativa adecuada, y se procuran las condiciones para que los trabajos se realicen en tiempo y forma.
Así pues, el nuevo Congreso tiene, no ya la obligación, sino la responsabilidad histórica de constituir un Gobierno estable que represente a una mayoría amplia en condiciones de gobernar. Estabilidad en el tiempo, y mayoría amplia en el espacio político.
Pero para ello no basta con favorecer la investidura del partido más votado apoyado sobre su propio bloque. Es evidente que esta situación nos abocaría a una nueva y casi inmediata crisis de gobierno. Lo que se requiere son acuerdos transversales, que obliguen a los actores políticos a buscar los pactos que el país necesita. Estamos en tiempos de excepción que obligan a dotar de la mayor legitimidad a lo que habrán de ser decisiones y reformas difíciles.
España necesita un gran proyecto político que la impulse adelante como ocurrió durante la Transición. Mirando al futuro, no al pasado, para resolver los problemas de nuestros hijos y nietos, y no las querellas de nuestros abuelos; y mirando hacia fuera, a un mundo que cambia a velocidad de vértigo, y no ensimismados otra vez más en viejas rencillas identitarias.
Y también necesita un relato nuevo, porque su ausencia está siendo ocupada ahora por quienes aspiran a desmembrarla o añoran un supuesto pasado feliz de tintes preconstitucionales. España es hoy un gran país: una de las pocas democracias consolidadas, con un Estado de derecho sólido, una de las esperanzas de vida más altas de todo el mundo, altas dotaciones en infraestructuras físicas y equipamientos sociales y con una sociedad y una economía abiertas e internacionalmente valoradas. Tiene, en definitiva, recursos materiales e intelectuales suficientes para mantener el temple en medio de grandes tribulaciones y para salir de ellas. Por ello mismo, requiere aglutinarse en torno a una narrativa en la que cobre una especial relevancia nuestro modelo de convivencia: plural y diverso, integrador de los inmigrantes, tolerante, europeísta y cosmopolita. Estos recursos simbólicos no se consiguen revisando nuestro pasado para edulcorarlo ni tampoco para demonizarlo, sino insistiendo en nuestras fortalezas, sin caer en el triunfalismo o en la autocomplacencia.
Tan obvio como oportuno en estos momentos críticos es, en fin, señalar que encarar el futuro no compete solo a la clase política, sino que debe ser, como corresponde a un país moderno y complejo como el nuestro, tarea de toda la sociedad, una empresa común entre Estado y sociedad civil.
Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política, José Luis García Delgado, catedrático de Economía, y Elisa Chuliá, socióloga, firman este artículo en representación del Círculo Cívico de Opinión.
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