Así fue, así fuimos
Uno, cantando, se esfuerza en hacer emerger al niño que quiere comerse el mundo a voces y saca de los pelos algo parecido a un señor amortizado dando alaridos de auxilio
Volví al Bernabéu después de un año y, acto seguido, a un karaoke después de diez. De este modo en una noche pude rozar de nuevo las partes amputadas de mí mismo por falta de talento y de constancia, aquello que imaginé que algún día sería y que se quedó latiendo, expectante, dentro de mi cuerpo mientras el cuerpo crecía: delantero del Real Madrid e Isabel Pantoja.
La experiencia del fútbol es conocida y más parece un simulador de juego que otra cosa: uno sigue las jugadas como si fuese el atacante, amagando incluso los desmarques, y cuando la pelota llega al área se dan pataditas al aire o saltitos ridículos en pos de una pelota que está en el otro extremo. En el campo, con el olor a césped, la grada gritando y el sonido de golpeo de balón, uno se mete de tal forma en el cuerpo de su jugador preferido que, si lo relevan, también me voy del estadio palmeando a los compañeros de grada y abrazándome, ya en la puerta del estadio, al primer vigilante calvo y francés que encuentre.
Pero el karaoke, ¡ah! El karaoke te arranca los cables del muñeco inservible que creías que eras ante un micrófono y te sirve una oportunidad de demostrar otra vez si el sueño está a tu altura. Es una experiencia devastadora porque uno cantando se esfuerza en hacer emerger al niño que quiere comerse el mundo a voces y saca de los pelos algo parecido a un señor amortizado dando alaridos de auxilio. “¿En serio vas a subir otra vez? No das tregua a la belleza”, dijo mi amigo. Habíamos ido dos parejas en la madrugada de un miércoles de Champions, cuando el karaoke estaba ya vacío y a punto del cierre. Unos elegían canciones de Piratas y yo a Joan Manuel Serrat, Isabel Pantoja y Joaquín Sabina, tres esquinas del cuadrilátero sentimental de un niño cuya infancia transcurrió en los casetes de un 131 Mirafiori.
No sorprendió Pantoja, pues romper el Así fue forma parte de una oscura tradición vampírica, pero sí Mi niñez, esa canción de Serrat que puedo recitar dormido pero jamás me había atrevido a cantar en público. Pedí estar solo (el karaoke estaba vacío, si bien yo me refería al escenario pues es tan común que salte gente al micrófono en los karaokes que yo no sé cómo en Quién sabe dónde no tenían uno) y me puse a cantarla no imitando a Serrat, sino imitando la estrella que yo soñé algún día que iba a ser, antes de quedarse en el camino como todo. Como la vida, que es ir soltando cosas creyéndolas lastre sin sospechar que son las versiones que nunca podrás alcanzar de ti mismo.
Y quizá por eso, esas reflexiones tan histéricas que me empezaron a asaltar en medio de mi sobria ejecución de Mi niñez, la canción no funcionó lo bien que debiera. Nada lo hace, sólo los minutos en los que parece posible no solo cantarla a la perfección, sino haberla escrito. Y quizá esos dos deseos tan grandes como para estrellarse una y otra vez en el ridículo (¿quién no lo hace?, ¿quién no paga con el ridículo el precio de aspirar una vez más a lo que ya no puede ser?), merecen la pena porque queda el consuelo, así lo dije en ese karaoke del que huyeron hasta las ratas cuando empezó mi tema, de que hay canciones que no podemos cantar porque ya las hemos vivido antes. Como Mi niñez.
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