El arte del crimen de Estado
Cada uno de los avances en Arabia Saudí tiene su coste, en detenciones y en represión
Si cabe imaginar el asesinato como unas de las bellas artes, al estilo de Thomas de Quincey, también cabría considerar como tal al crimen de Estado. Caín y Calígula, como puntos de partida de una curva de progreso, en la que la especie humana, como en tantas otras cosas, no ha cesado en sus avances técnicos e incluso artísticos. Pudo parecer que el siglo XX había alcanzado las cumbres de la perfección en este negro capítulo. Lenin, Stalin y Mao Zedong, Hitler, Mussolini y Franco, en distintos y variados grados, como fundadores unos y emuladores otros, destacan como criminales insuperables, algunos en número y capacidad industrial, otros en refinamiento y en crueldad, todos en su desalmado desprecio por la vida y la dignidad de las personas.
Nada más lejos. El siglo XXI también está realizando su particular aportación al perfeccionamiento del uso de los poderes públicos como instrumento para el crimen, el robo, el chantaje y el asesinato, aunque no es fácil localizar y destacar a los artistas más genuinos del género. Hay regímenes malhechores, como Venezuela, Cuba, Irán o Corea del Norte, que se esconden incluso bajo la mediocridad para pasar desapercibidos en sus actividades criminales. No es el caso de Arabia Saudí, que brilla como si de un auténtico régimen totalitario del siglo XX se tratara. El mayor exportador de petróleo proporciona noticias frescas cada día y todas significativas respecto a su carrera criminal, unas por su truculencia y otras por su capacidad para embellecerla. En el caso saudí, un crimen de Estado como el asesinato del periodista Jamal Khashoggi sirve incluso como señuelo para desviar la atención de sus numerosas actividades como Estado criminal.
Lo explica muy bien el informe que acaba de publicar Human Rights Watch bajo el irónico título de Los costes de los cambios. Bajo la batuta de hierro del príncipe Mohamed bin Salmán, el país se está reformando a toda velocidad. Ahora va a salir a bolsa Aramco, la empresa de bandera de extracción de petróleo. El Lazio y la Juventus jugarán la Supercopa italiana en Riad, por primera vez con mujeres en las gradas. La población femenina ya puede conducir y viajar al extranjero sin permiso masculino. Y se levantan las prohibiciones sobre los espectáculos, el cine y en el entretenimiento.
Pero no es una perestroika del desierto, porque cada uno de los avances tiene su coste, en detenciones y en represión. Incluso la salida a bolsa, dirigida exclusivamente a capitales saudíes, servirá para culminar la expropiación de haberes iniciada hace dos años con la detención de 200 millonarios y miembros de la familia real en un hotel de lujo en Riad, convertido en cárcel. Bin Salmán ha eliminado a todos sus rivales dentro del clan y está expropiando a los saudíes más ricos, obligándoles ahora a invertir en la petrolera nacional. Como su padrino Donald Trump, tiene instintos disruptivos, es decir, revolucionarios. La suya es una revolución desde arriba, sin populacho, pero la sangre corre como si fuera desde abajo.
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