Carlos Sobera: el doble maléfico que especula con nuestros corazones
Cuando vimos en él al presentador capaz de meterse en todas las casas jamás pensamos que se metería incluso en las casas de juego
El arqueo de ceja era la forma predigital que tenían las almas aristocráticas para expresar esos estados de elegante perplejidad que la banalidad contemporánea ha transformado en el sintético WTF (What The Fuck, qué cojones). Lograr que la ceja abra un arco ojival sobre el párpado, en una flexión de lúcida resignación irónica ante la estupidez humana, es un arte cuya excelencia ha estado tradicionalmente reservada a unos pocos.
Tan pocos que, durante muchas décadas, el trono imperial lo ocupó, de forma indiscutible, Vincent Price, el príncipe de los fines de raza filogóticos y decadentistas. La situación permaneció estable hasta que, inesperadamente, vino un vizcaíno a desafiar el liderazgo del mejor Roderick Usher que ha tenido el cine. Los paréntesis de angustia e incertidumbre que abrían los arqueos de ceja de Carlos Sobera (Baracaldo, 1960) en su etapa de presentador de ¿Quién quiere ser millonario? son alta historia de la exquisitez circunfleja.
Hombre con mucha mili en las tablas, en los platós de ficciones televisivas y en los rodajes cinematográficos, Sobera ha acabado convirtiéndose en presencia doméstica a través de su imbatible carisma como presentador
Hombre con mucha mili en las tablas, en los platós de ficciones televisivas y en los rodajes cinematográficos, Sobera ha acabado convirtiéndose en presencia doméstica a través de su imbatible carisma como presentador. Su última encarnación como comprensivo Cupido para unas primeras citas que, saludablemente, no siempre avanzan por los cauces de lo normativo ha transformado, de manera harto interesante, su imagen pública: de ser una esfinge cuya ceja arqueada había que descifrar como intrincado jeroglífico ha pasado a ser esa suerte de figura paterna universal a quien uno le confiaría a ciegas la correcta gestión de sus deseos y fantasías románticas.
Por eso desconcierta que le haya salido un inesperado Mr. Hyde: ese doble maléfico que parece especular con nuestros corazones en los sórdidos anuncios de apuestas, mientras su versión blanca recibe, sonriente, comensales en el restaurante del amor. No ayuda la banda sonora de esos spots publicitarios, que parece traducir los latidos de un alma enamorada en el frenesí compulsivo de un corazón ludópata al borde de necesitar un masaje cardíaco a pie de ruleta.
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