Conductora
Me dijo que la llamara, que "entre mujeres nos sentimos más cómodas", anotó su teléfono, me lo dio y se fue. Sentí un impulso maligno, como si las vértebras se me transformaran en cuchillos
Fue en Colombia. Llovía. Ella llegó a mi hotel dando grititos como si fuese un juguete histerizado, tapándose el pelo con las manos para no mojarse. Me di a conocer y caminamos apuradas de regreso a su taxi. El trayecto era largo, conversamos. Me contó que tenía 40 años, marido, tres hijas. Me preguntó si viajaba mucho y le dije que sí. Me preguntó si me gustaba y le dije que más o menos. Me preguntó si no extrañaba a mis hijos y le dije: “No tengo hijos”. Me dijo: “Oh”, como quien da el pésame. Me preguntó si tenía marido. Le dije: “Estoy en pareja”. Me preguntó: “¿Y lo deja solo?”. Le dije: “Yo también estoy sola, pero ¿por qué pensás que es ‘él’ y no ‘ella’?”. Me dijo: “Eso se nota enseguida”, impostando la voz al decir “eso”, de modo que sonó como “esa asquerosidad”. Me preguntó si me gustaba pasear. Le dije que sí, pero que no tenía tiempo. Me dijo que, si yo quería, ella podía llevarme a sitios en los que no me iba a sentir cómoda yendo con un hombre. Le pregunté: “¿Por ejemplo?”. “El mall. Las mujeres somos muy antojadas y demoramos comprando cositas: el recuerdito, el regalito para la mamá. El hombre no tiene paciencia”. Le dije que el hombre con quien vivo demora más que yo en decidirse por un par de zapatillas, que el mall me deprime, que no tengo “mamá” y que cuando la tenía no le compraba cosas en los viajes. Dijo: “Así somos las mujeres. Nos gusta regalar, pero más nos gusta que el marido nos regale”. Me acordé del reguetón aquel —“tú vas a extrañarme cuando abras la cartera y no tengas nada”—, y llegamos a destino. Me dijo que la llamara, que “entre mujeres nos sentimos más cómodas”, anotó su teléfono, me lo dio y se fue. Sentí un impulso maligno, como si las vértebras se me transformaran en cuchillos. Después, a lo largo del día y mientras trabajaba, pensé mucho en esa palabra difícil: sororidad.
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