El agua se aprende por la sed
Una acción como una sentada todavía tiene una fuerza asombrosa
En plena era digital las protestas más efectivas son aún “analógicas”. Se debate a distancia en tiempo real, se difunden mensajes en la Red, pero una acción como una sentada todavía tiene una fuerza asombrosa. Gotas de agua aisladas se unen y alcanzan el ímpetu de una riada. Como hicieron hace seis décadas unos universitarios afroamericanos, los cuatro de Greensboro, en un comercio de Carolina del Norte. Las leyes de segregación entonces vigentes —“separados, pero iguales”— les permitían comprar productos, pero no sentarse en su cafetería. Y eso es lo que hicieron: acomodarse en los taburetes y esperar a que los atendieran. Y así un día tras otro, cada vez con más estudiantes. Y la fórmula se extendió a otras ciudades. La acción concertada de unos cuerpos ocupando físicamente un lugar vetado transformó una injusticia ejercida sobre algunos en una ineludible cuestión pública.
Este verano, otros jóvenes en protestas masivas han protagonizado sentadas en Moscú y Hong Kong para reclamar derechos amenazados o ausentes. La maquinaria oficial de ambos países ha respondido con acusaciones de injerencias externas y campañas de descrédito, incluso mediante redes sociales prohibidas en su territorio, como en el caso chino. En Rusia hay una generación que desconoce otro horizonte que no haya estado iluminado por el astro Putin. Dos décadas hace que prodiga su incombustible vigor —ahora a caballo, ahora en batiscafo, ahora en helicóptero—, mientras su zarato decide qué candidaturas concurren en los comicios locales. A 7.000 kilómetros del Kremlin, los manifestantes tampoco lo tienen fácil frente a China, capaz de imponer entre los suyos la amnesia sobre la masacre de Tiananmen. Tanto el Gobierno chino como el ruso creen férreamente que el enemigo al que hay que neutralizar con más tesón es el disidente interior. En las dos potencias mundiales las cámaras de seguridad se han convertido en una especie endémica del paisaje.
Dicen que en China se echa esta maldición: “¡Ojalá vivas tiempos interesantes!”. Este popular proverbio, en realidad apócrifo, se usa para expresar que es mejor que a uno le toque una época de paz y tranquilidad, por aburrida que sea, que de caos, con sus imprevisibles riesgos. En Occidente se ha tenido la ilusión de que, ya asentada la democracia, de la cual se siente cuna y baluarte, nada podía hacerla peligrar. Como el antiguo mueble noble de madera en el que aparecen agujeros y posos de serrín, a las democracias también las ataca su carcoma. Son esos políticos con “un indisimulado desdén por ciertas normas básicas”, señala Yascha Mounk en El pueblo contra la democracia (Paidós), que en diferentes partes del mundo están aprovechando la guardia baja para desmantelar elementos clave del sistema y dejarlo hueco por dentro. La democracia, parece, ha ingresado en el club del precariado. Entre los nacidos después de 1980, según algunos estudios, ya hay un segmento considerable que no juzga esencial vivir en el considerado como el menos malo de los sistemas políticos. “Yo” fue la palabra más cantada en la música pop británica en 2018, mientras que hace dos décadas lo era “tú”. Si la música dice algo de la sociedad que la escucha, el desencanto va acompañado de cierta apatía narcisista.
Todo indica que nos han tocado unos “tiempos interesantes”. Que se prolonguen o no dependerá de nuestro grado de ensimismamiento. La determinación de moscovitas y hongkoneses, así como de activistas en defensa del medio ambiente en Brasil o de los puertorriqueños, nos recuerda, como expresó Emily Dickinson, que “el agua se aprende por la sed”.
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