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Tribuna
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Rigidez democrática

Vemos con cierta envidia la capacidad que ha tenido Portugal para construir un Gobierno de izquierdas que, con sus tensiones, está logrando mantenerse y mejorar los estándares sociales y de bienestar

Joan Subirats
NICOLÁS AZNÁREZ

Estamos en pleno proceso de creación de un nuevo Gobierno tras el fallido intento de julio. No insistiré en muchos de los argumentos que se han desplegado para explicar, criticar, justificar lo ocurrido. Tampoco trataré de convencer a los distintos actores que tienen en sus manos el superar el bloqueo actual con nuevas razones o propuestas. Mi intención es otra. Ir más allá de la (difícil) coyuntura actual, para tratar de poner de relieve aspectos estructurales de nuestro sistema democrático que no ayudan ahora, y me temo que tampoco en el futuro, para encarar situaciones como las que estamos viviendo.

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Cualquier analista del sistema político español sabe lo importante que sigue siendo la manera como se produjo la transición entre dictadura y democracia. No solo desde el punto de vista más directamente político (continuidad de dirigentes franquistas en el sistema de partidos) o simbólico (pacto del olvido que evitara el pasar cuentas), sino también de estructura territorial (artículo 2 de la Constitución, que bloquea el reconocimiento de la plurinacionalidad) o de una más que notable continuidad político-administrativa (más visible en ciertas políticas que en otras, muy clara en la continuidad de las leyes de reforma y de los cuerpos de élite heredados de la época de López Rodó).

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En un libro reciente, Robert Fishman (Democratic Practice) muestra no solo las evidentes diferencias en los procesos de cambio democrático en España y en Portugal, sino, sobre todo, los efectos que esa diferencia ha tenido y sigue teniendo en ambos sistemas políticos de la península Ibérica. La cultura política derivada del proceso de ruptura que se produjo en Portugal tras la rebelión militar de abril de 1974 implicó una disrupción muy profunda en el modo de operar del Estado lusitano, y, por lo mismo, una explosión de creatividad necesaria para poner en marcha el nuevo Estado democrático. En el caso de España, la transición pactada redujo notablemente tanto las potencialidades innovadoras como los márgenes de inclusión política y situó a los aparatos de Estado (en su sentido más amplio) como algo sensiblemente ajeno al cambio democrático, que, en cambio, fue mucho más visible en función de partidos políticos y en las esferas de poder subestatal y local.

Nos cuesta negociar Gobiernos de coalición ya que no tenemos práctica alguna en 40 años de democracia

Volvemos ahora a hablar de Portugal, y vemos con cierta envidia la capacidad que han tenido para salir de una situación económica de colapso e intervención, recuperar tono y músculo productivo y financiero, y construir un Gobierno de izquierdas que, con sus tensiones, está logrando mantenerse y mejorar los estándares sociales y de bienestar. Vemos ahora su Gobierno monocolor socialista con apoyos parlamentarios de otros partidos de izquierda como algo deseable, pero tendemos a olvidar que en Portugal llevan muchos años de experiencia en Gobiernos de coalición, lo cual no es precisamente algo que nosotros hayamos experimentado a escala estatal.

En efecto, nos cuesta negociar Gobiernos de coalición, ya que no tenemos práctica alguna de este tenor en 40 años de democracia. Y es ahí donde deberíamos preguntarnos si, entre las causas a explorar, no es precisamente la rigidez de un sistema político cuyos aparatos de Estado —lo que en otros lugares se ha denominado deep state— se muestran muy poco propicios a dejar entrar a “desconocidos” en sus aposentos más internos, menos visibles. Sus profesionales se han acostumbrado a servir y tratar solo con los dos grandes partidos que se han ido turnando en la presidencia del Gobierno e incluso han ocupado directamente algunas posiciones ministeriales y directivas en el Ejecutivo. Se habla mucho de la resistencia al cambio por parte de los poderes económico-financieros ante las supuestas incertidumbres que implicaría un eventual Gobierno de coalición de izquierdas con apoyo, directo o indirecto, de partidos nacionalistas vasco o catalán. Pero no hay apenas menciones sobre las reticencias y reacciones que este acuerdo de Gobierno puede provocar en los equilibrios internos de las élites técnico-administrativas o en los aparatos judicial o militar. La sola mención de que Unidas Podemos pudiera ocupar ciertos ministerios considerados clave desató todo tipo de consideraciones sobre los “límites” que debería tener una eventual coalición.

No es mi intención entrar a considerar cuáles serían las mejores fórmulas de Gobierno para evitar la convocatoria forzosa de nuevas elecciones. Pero sí me parece oportuno destacar la excesiva rigidez de un sistema político que no muestra la cintura y la capacidad de adaptación necesaria en momentos como los actuales, en los que la imprevisibilidad y la constante sensación de emergencia no declinan adecuadamente con tales limitaciones.

La repetición del bloqueo para formar Gobierno revela una incapacidad del sistema que erosiona su legitimidad

Deberíamos preguntarnos, más allá de la coyuntura, si las situaciones en las que detectamos falta de aceptación de la pluralidad democrática, del derecho a disentir, de la comprensible necesidad de mucha gente de saber qué ocurrió con sus seres queridos en la Guerra Civil o en los años de la dictadura franquista, las reacciones de intolerancia ante la diferencia, no muestran algo más que problemas circunstanciales o talantes poco democráticos de algunos. Y lo mismo podría decirse, de manera mucho más dramática, en relación con la forma con que no se quiso responder políticamente a las reivindicaciones de reconocimiento de la identidad nacional catalana y cómo se quiso luego zanjar el tema desde una lógica estrictamente judicial. No quiero con ello defender actuaciones de los dirigentes políticos de la Generalitat en este periodo, ya que parecen estar afectados por la misma incapacidad que antes mencionaba, sobre todo si analizamos la toma unilateral de decisiones difícilmente justificables en otoño de 2017, cuando la realidad política catalana es notablemente más plural y diversa que la entonces expresada.

La repetición del bloqueo para formar Gobierno —recordemos que lo mismo ocurrió después de las elecciones de 2015— no parece ser una incidencia circunstancial. Revela una incapacidad grave del sistema que erosiona su legitimidad y pone en riesgo su subsistencia al no saber adaptarse a exigencias nuevas del contexto. Sin negar que vivimos en democracia, necesitamos avanzar hacia maneras más permeables e inclusivas de entender el ejercicio de esa democracia. Ello nos evitaría estar aludiendo constantemente a la falta de democracia de unos y otros, y nos permitiría quizás reducir la carga pasional con que se abordan cuestiones como la formación de Gobiernos de coalición, que, lejos de ser excepcionales, son cada vez más la forma natural de construir capacidades de gobierno desde la pluralidad y la aceptación del distinto.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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