En mi casa no entra otro gato. Y punto.
¿Cómo se ha tomado Mía la llegada del pequeño Atún?
Mía, una gata común europea, apareció en mi vida en junio de 2016. Lo hizo un poco en contra de mi voluntad –en mis planes vitales no entraba compartir mi vida y el pavo con una gata- , pero poco a poco se fue ganando mi corazón y a las dos semanas también se había ganado la casa. Es decir, que lo de “poco a poco” es un lugar común: en quince días era la dueña del piso.
Desde el mismo momento en que publiqué una foto suya en las redes sociales comenzaron a llegarme mensajes sobre lo interesante que sería tener dos gatos en vez de uno. Aquello me parecía too much. Aquel ser diminuto había trastocado mi vida por completo y no estaba dispuesto a meter un segundo tigre en casa. El mundo gatuno seguía con su bombardeo constante: “Se hacen mucha compañía”, “hacen más ejercicio” (¿estáis diciendo que Mía está gorda?)… El más explícito fue mi amigo Bilbo, que dejó un comentario profético en aquella primera foto: “Se empieza por uno…”, decía. Por cierto, sí, mi amigo se llama Bilbo y su hermano mayor Frodo, pero tienen mi edad. Es decir, que no estamos ante un caso Daenerys.
Tres años después y con la relación estabilizada ya en una adorable rutina, Mía y un servidor comprendimos que era el momento de agitar un poco nuestra existencia (si tuviéramos lo que los modernos llaman un coach, diríamos que decidimos salir de la zona de confort): había llegado el momento de tener un hermano. ¿Las razones? Básicamente las que todo el mundo había expuesto desde el inicio: Mía pasaba mucho tiempo sola en casa y así estaría acompañada y haría más ejercicio (porque sí, está un poco rellenita).
Quería un macho –las veterinarias a las que consulté me dijeron que era mejor- y quería que fuera un cachorro –también señalaron que la aceptación sería más fácil-. Obviamente quería que fuera adoptado (no compres, adopta). Así que empecé un proceso totalmente desconocido: el de la búsqueda activa de un gato (recuerdo que a Mía me la colocaron). Recurrí, por supuesto, a mi amiga Bárbara, que fue quien trajo a casa a Mía y que es una colocadora de gatos con el sello oficial de la colocación internacional de gatos.
No voy a extenderme sobre el tema, porque desconozco el detalle de cómo funciona, pero he de decir que fue muy (pero muy) complicado conseguir un gato de una asociación. Tras muchas vueltas y través de mi amiga Lucía, conseguí uno de la asociación Apama, de Almuñecar (Granada). Mi única preocupación es que estuviera sano y que fuera bueno y cariñoso. Lo primero se puede testar. Lo segundo, con los gatos, es una lotería.
Atún -así se llama- llego a casa el miércoles 19 de junio. Llegó en tren desde Granada. Fui a recogerlo a la estación de Atocha. Él venía muy tranquilo. Yo estaba bastante acongojado. Me preocupaba mucho su felicidad y tranquilidad, pero más la de Mía.
Como buen hipocondriaco, había preguntado a todas las veterinarias que conozco sobre la mejor forma de juntarlos. Y surgió un problema: unas me decían que hiciera una presentación gradual, de tal manera que se pudieran ir adaptando poco a poco el uno a la otra. Otras, por el contrario, me decían que lo soltara el primer día y que ya vería cómo se apañaban perfectamente. ¿Solución? Tiré por la calle de en medio.
Cuando llegué, dejé a Atún en su transportín en medio del salón. Mía lo miraba como diciendo: ¿quién es este? Pero no gruñía ni bufaba. Atún miraba a todos lados preguntándose: ¿quiénes son estos? Pero ni tan siquiera maullaba. Vamos bien, pensé. Al ir a recoger a Atún para llevarlo a la habitación, Mía soltó un bufido. No vamos tan bien, pensé.
Dejé a Atún en la habitación, con su arenero, su comedero, su bebedero y sus juguetes. Los juguetes eran todos de Mía, claro, pero a él no parecía importarle. Agradezco enormemente todos los consejos que recibí a través del perfil de Instagram de Mía. He de decir que la comunidad gatuna es muy solidaria y empática.
La primera noche, Mía hizo como si la habitación no existiera. Tal vez pensaba: “Si me concentro mucho, ese gato enano que acabo de ver desaparecerá”. Por la mañana, cuando me vio entrar en la habitación, la cosa cambió. Atisbó a Atún desde lejos y se puso a gruñir y a bufar. He de decir que a Atún estas cosas parecían importarle bastante poco. Cada vez que entraba en la habitación él estaba repantigado encima de la cama, encantado de la vida.
La segunda noche fue un drama. Mía se dedicaba a bufar y gruñir al lado de la puerta. Cada vez que salía de la habitación, me la encontraba allí, puesta por el Ayuntamiento, con cara de juez, preguntándome cuánto iba a durar la broma y lanzándome mensajes subliminales sobre la inutilidad de tener otro gato en casa. Me daba mucha rabia. Pensaba que me había equivocado y que le estaba destrozando la vida a mi gata. (Así, en plan melodramático).
El tercer día cambió todo. Atún empezó a sacar sus patitas por debajo de la puerta. Era una escena muy tierna. Mía se acercaba y hacía ese gesto tan característico de los gatos de acercar la zarpa con un leve arqueo, desde arriba, para tocar algo y separarse inmediatamente. No quería trepanarlo, quería tocarlo. Envié el vídeo a Vero, mi tele-veterinaria y su respuesta me llenó de optimismo: “¡Eso va muy bien!”.
Al cuarto día comprobé que Mía ya no bufaba cuando le daba a oler juguetes de Atún, así que me decidí a dejarlo a ratos en el salón dentro del transportín. Mía lo miraba con curiosidad y bufaba más bien poco. Atún, eso sí, no callaba. Tenía ganas de salir de allí.
A todo esto mis amigos –todos ellos expertos en gatos, por supuesto- debatían sobre la mejor forma de hacer la presentación. Ojo, spoiler: tenían razón los que decían que no iba a pasar nada si se juntaban.
El quinto día me levanté de mal humor. Oí maullar a Atún y pensé “¿qué demonios?” (en realidad pensé “¿qué cojones?”, pero eso no lo puedo decir aquí). Fui a la habitación, abrí la puerta y lo dejé libre. Salió como cuando los toros salen de los toriles: a la carrera. Mía huyó despavorida al ver aquel ser diminuto que corría hacia ella con aquella pasión.
Pero no pasó nada. Hubo un par de bufidos y algún gruñido. Nada más. Mía se tumbó y dejó que Atún se le subiera encima. Atún debió de pensar que aquello era jauja y se pasó 15 minutos dándole la matraca a la pobre Mía, que lo solucionó con un sopapo.
Y desde entonces están juntos. Se llevan bastante bien. Mía intenta lamer a Atún, pero solo lo consigue cuando este está profundamente dormido. Porque Atún, además de un cachorro, es un culo inquieto. Siempre está saltando sobre Mía y ella tampoco es que quiera jugar todo el rato. Que tiene tres años y muchas cosas que hacer. De hecho, cuando quiere descansar, se sube a los sitios a los que Atún no llega. Nunca la había visto dormir la siesta en el fregadero…
A veces me mira. Creo que me está diciendo algo así como "¿te acuerdas de cuando decíamos que en nuestra casa no entraba otro gato?". Y sí, claro que me acuerdo. También me acuerdo de muchas cosas cuando se ponen a hacer carreras por la casa de madrugada. Pero rápidamente me acuerdo de que precisamente ese era el motivo de adoptar un hermano para Mía.
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