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Columna
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Autobús de Fermoselle

Quizá sea un buen momento para que algunos conozcan de verdad esa España rural de la que hablan continuamente

Julio Llamazares
Una vecina del pueblo de Zafrilla (Cuenca) pase por una calle.
Una vecina del pueblo de Zafrilla (Cuenca) pase por una calle.Kike Para

Extraído de un poemita-canción del filósofo y latinista anarquista García Calvo (“Autobús de Fermoselle, / que va y viene / y para, cuando quiere, / lunes y jueves”), el título del libro ganador —ex aequo junto a otro del joven jiennense Carlos Catena Cózar: Los días hábiles—del último Premio Hiperión de Poesía me llamó la atención por lo singular pero a la vez me abrió la puerta a una sensibilidad poética que conmociona desde la primera cita (esta del mexicano José Emilio Pacheco): “No amo mi patria / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, cierta gente, / puertos, bosques de pinos / y tres o cuatro ríos”. Su autora, Maribel Andrés Llamero, es una profesora salmantina de literatura portuguesa y brasileña en la universidad de su ciudad de solo 35 años. Afortunadamente, sigue habiendo premios que sirven para descubrir talentos en vez de para engordar el currículo y la vanidad de los escritores ya conocidos.

La lectura de Autobús de Fermoselle, como de otra manera la de Los días hábiles, constituye una experiencia literaria que recomiendo a los lectores de esta columna, sean aficionados o no a la poesía, en tanto que constituye una visión diferente de esa España interior de la que tanto se habla últimamente en la prensa y en los ambientes políticos pero que los españoles desconocemos cada vez más. Que dos jóvenes poetas aporten una mirada nueva de un mundo del que proceden pero del que sus padres les alejaron ya por la emigración (“A Alemania primero, / al extrarradio después”, escribe Maribel Andrés; al extranjero en el caso de Carlos Catena: “Mi abuela no quiere que yo me vaya / porque su padre porque su madre…”) no debería ser llamativo, pero lo es en un país en el que los jóvenes no quieren mirar atrás y por más que lo hagan sin retóricas redentoras ni nostalgia, si acaso con un punto de melancolía al recordar el brillo de las vacaciones, único tiempo que compartieron con sus abuelos y con las pocas gentes que van quedando para recibir el autobús de Fermoselle o el de cualquier lugar de unos territorios que se desmoronan como sus construcciones: sin estruendo. Y que “no serán siquiera Pompeya, / porque el barro vuelve al barro, / también su recuerdo”, escribe Maribel Andrés.

Ahora que llega el verano y mucha gente regresará a ellos o pasará por sus carreteras en busca de sus destinos costeros, quizá sea un buen momento para que algunos conozcan de verdad esa España rural de la que hablan continuamente de un tiempo acá los medios y los políticos después de siglos sin hacerles caso. Principalmente a quienes emigraron de esos territorios (“Tras de sí las tierras que sembró para nosotros, / frente a mí la ciudad que no construyó nadie”, dibuja Carlos Catena) les convendría leer estos dos libros de poesía en los que, sin sociología de oportunidad ni afán por solucionar nada, dos jóvenes miran a su pasado como lo hacían los pasajeros de esos autobuses que cada vez en menor número y más vacíos atraviesan las carreteras de esa España interior moribunda que solo vive en el corazón de los que aún resisten en ella. Solo viéndola de cerca, sintiéndola como una abstracción, como una sombra de lo que fue (“Esto es Castilla, / esto que veis (…) / Estos páramos donde todo es alto / sin altivez (…), / esta lentitud, esta pausa”), se podrá comprender la dimensión de un drama que lleva años sucediendo y que, salvo en contados casos, ya no tiene arreglo, digan lo que digan los que se empeñan en solucionarlo todo. Mejor conformarse con sentirlo, como Maribel Andrés y Carlos Catena nos permiten hacer con su poesía.

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