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Columna
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Reivindicación de la risa

El humor tiene la capacidad de revolucionar el statu quo, y quien lo veta o censura está amputando algo profundo en el ser humano

Máriam Martínez-Bascuñán
Diego Mir

Las opiniones, como las de esta misma columna, pueden caer en dogmas o afirmaciones categóricas. No sucede así con el humor. Su peculiaridad es que, sin sermonear, el humor tiene otro carácter abrasivo, el de la habilidad para hacernos escapar de los discursos prevalecientes sin avasallarnos, la ambivalencia para provocar desconcierto sin recitar supuestas verdades. El humor, en fin, es peligroso. Y ha de serlo. Su extraordinaria fuerza pedagógica nos induce a pensar sin que se deslice por el dogma de toda opinión. La renuncia al humor no solo destruye la democracia: es la base sobre la que se erigen la sociedad misma y nuestra tradición. Los dioses de Homero reían eternamente en el Olimpo y la democracia ateniense sería inimaginable sin Aristófanes, el comediógrafo que se mofaba de todo.

El humor tiene la capacidad de revolucionar el statu quo, y quien lo veta o censura está amputando algo profundo en el ser humano. Así lo pretendía Jorge de Burgos, el viejo monje de El nombre de la rosa, al esconder el libro de Aristóteles dedicado a la comedia. Frente a su censura, la risa es reclamada en la novela de Eco como un instrumento para la verdad. Por eso decía John Stuart Mill que la libertad de expresión forma parte del juego limpio que nos lleva a “todos los aspectos de la verdad”. El humor abre un espacio de libertad que ilumina esos caminos, evitando que la verdad caiga como una guillotina, “así de pesada y así de ligera”, al decir de Kafka. Solo los fanáticos entienden el humor como un peligro moral, porque sin él solo habría moral colectivista: uniformidad, hipocresía, falta de libertad, barbarie.

Y como un acto de barbarie debemos calificar la decisión de The New York Times de acabar con las viñetas políticas de su edición internacional, prescindiendo de dos de los dibujantes del diario. La polémica, además, llega tras una imagen de Netanyahu caricaturizado como el perro guía que conduce a un ciego Donald Trump, lo que añade un punto de picante al asunto, pues no es nuevo en nuestras apresuradas democracias estigmatizar como antisemita cualquier discurso crítico contra Israel. El humor, de hecho, es uno de los pocos espacios críticos capaces de dinamitar ese marco intencionadamente demagógico que une la legítima crítica a Israel con el odio racista hacia los judíos. Porque la risa amplía siempre el ámbito de debate, y su censura no es más que otra muestra de este puritanismo sin raíces en el que ya parece que caemos todos, el balbuceo atroz con el que, por supuesto, en nombre de principios irrenunciables, cercenamos la forma más inteligente y provechosa que tenemos para expresar el mundo.

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