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Tribuna
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La Europa necesaria

Para alcanzar el objetivo de una ciudadanía común es indispensable una Constitución europea, porque las leyes fundamentales son la garantía de las libertades y los derechos políticos

Fernando Savater
EDUARDO ESTRADA

El filósofo francés Clément Rosset, recientemente desaparecido, centró su reflexión en hablar de lo real como lo más evidente e inevitable pero también lo que la mayoría de los pensadores, de Platón en adelante, se han negado a considerar como tal, prefiriendo perseguir la pista de sus dobles y réplicas ficticias que nos impiden tomarlo en cuenta sin desvíos. Si existe un ejemplo geopolítico de lo real como algo inocultable pero a la vez insoportable e ingestionable, que tratamos de duplicar institucionalmente para alejarlo de nosotros y así “verlo mejor”, como dijo el lobo a Caperucita, es sin duda Europa. Porque en este siglo hiperconectado, en el que las ambiciones, los proyectos, los pánicos y hasta los rencores ligan necesariamente los países de nuestro continente, el reconocimiento políticamente consecuente de la realidad europea parece más difícil y complejo que nunca. En esa duplicación burocrática de Europa que es la Unión instalada en Bruselas, siempre ha habido una lunatic fringe parlamentaria de miembros que se negaban a ver lo real y proclamaban fantasmas alternativos para evitar europeizar en serio. Pero eran una minoría en el conjunto de las instituciones comunes. Ahora, creo que por primera vez en su no demasiado larga historia, tras los comicios del 26 de mayo, podemos encontrarnos en una UE donde sean mayoritarios los representantes de quienes no creen en la necesidad de la unión ni en la realidad de Europa. Es decir, donde se haya renunciado tanto a mirar cara a cara a lo real como a fraguar un escudo en que podamos verlo adecuadamente reflejado sin sentirnos petrificados por su difícil imagen, como el que Perseo utilizó para poder contemplar la cabeza coronada con serpientes de Medusa. Ni lo real ni su doble.

A diferencia de nuestros enfrentamientos y aparentes incompatibilidades en cuestiones políticas, la cultura en Europa siempre ha sido una realidad común. Ninguna persona sería considerada culta si solo leyese a sus escritores locales o solo escuchara a músicos de su país: Shakespeare, Dante, Velázquez, Mozart, Voltaire, Kierkegaard o Kant forman parte de un patrimonio que compartimos y todos consideramos como propio. Se ha visto hace pocas semanas en la reacción popular de europeos de todos los países ante el incendio de Notre Dame. La catedral parisiense es efectivamente nôtre, nuestra, de todos: la emoción que sentimos al creer perderla no fue simplemente algo estético o religioso sino el dolor de sentir dañada nuestra propia identidad, lo que somos. Seguro que hubiese habido una aflicción semejante en toda Europa si el desastre hubiera ocurrido, por ejemplo, en Venecia... Es cierto que esa comunidad cultural no la sentimos más que respecto a ciertos grandes creadores o algunos lugares emblemáticos.

Los prejuicios locales o la simple ignorancia de lo que ocurre lejos de nosotros limita mucho nuestro conocimiento (¡y nuestro disfrute!) del arte o la literatura del continente que compartimos. Voy a dar dos ejemplos. En mi juventud disfruté mucho con la serie de televisión Civilization, concebida por Kenneth Clark para la BBC como una completa panorámica de la cultura de Occidente. Pero aunque sus capítulos eran sumamente interesantes e instructivos, me extrañó que no incluyeran ninguna contribución hispánica en arte, literatura o arquitectura. Cuando en una visita a España un profesor amigo mío preguntó a sir Kenneth a qué se debía esta ausencia, se limitó a responder que “no le habían encajado en su esquema”. Otro caso, aún más personal. Cuando una prestigiosa editorial alemana se encargó de la traducción de mi libro Las preguntas de la vida, me hicieron un ruego sorprendente: que suprimiese las citas de autores hispánicos o latinos —de Borges y Antonio Machado a Italo Calvino o André Gide— para dejar solamente las de anglosajones y germánicos. Se justificaron diciendo que el público al que se dirigía la obra eran los estudiantes de bachillerato y en Alemania esos alumnos no conocían a los escritores mencionados. Les contesté que el bachillerato es una época especialmente adecuada para llegar a descubrir lo que se ignora... Por supuesto, deben existir docenas de ejemplos semejantes en cualquiera de nuestros países. Hago notar que este desconocimiento mutuo suele darse en las llamadas materias humanísticas, pero no en la ciencia: ningún científico serio puede permitirse el lujo de ignorar los trabajos de sus colegas de otros países, por muy chovinista que sea.

Es importante brindar una hospitalidad racional a los inmigrantes que llegan a la UE y no quieren simple cobijo

Fue Voltaire, si no me equivoco, el primero que proclamó a Europa “un país compuesto de naciones”. Y en el siglo XX varias voces distinguidas han coincidido en recordarnos que “toda guerra entre europeos es una guerra civil”. Cuando se habla de la Unión que desde hace décadas tratamos de formalizar y depurar, unos hablan con desdén de la Europa de los comerciantes, otros con respeto de la Europa de los Estados democráticos, algunos con un entusiasmo un poco demagógico de la Europa de los pueblos. Pertenezco al grupo de los que —sin menospreciar a los comerciantes, a los Estados y a los pueblos— quieren una Europa de los ciudadanos. En los inicios de la Unión, se entendía que el objetivo a conseguir era una ciudadanía europea, que no sustituyera a las ciudadanías nacionales de los países miembros sino que la complementase a un nivel superior.

Creo que Altiero Spinelli era partidario de este planteamiento audaz, no compartido por todos. A mi modesto entender, la ciudadanía común con derechos efectivos es el objetivo a conseguir y para ello es indispensable una Constitución europea, porque las constituciones son la garantía de las libertades y derechos políticos de los ciudadanos. Por eso los movimientos de nacionalismo disgregador contra Estados constituidos, como los que en España padecemos en Cataluña y el País Vasco, son profundamente contrarios al proyecto europeo: no solo porque es difícil imaginar que la unión europea pueda conseguirse desuniendo a los Estados ya existentes en Europa, sino porque pretenden mutilar la ciudadanía en esos Estados, limitándola según circunscripciones territoriales prepolíticas. Reclaman un derecho a decidir que implica poder prohibir a otros que decidan sobre la parte del país que ellos usurpan como exclusiva y excluyentemente suya. En cambio, yo imagino la posible ciudadanía europea y la constitución sobre la que se basaría como una especie de “copia de seguridad” —por hablar la lengua de Internet— del resto de las ciudadanías y constituciones nacionales. Una referencia a la que apelar y según la cual orientarse cuando el Gobierno local se muestre reacio a reconocer derechos y libertades. Esta ciudadanía europea 2.0 sería especialmente importante para brindar una hospitalidad racional, participativa, a los inmigrantes que llegan a nuestros países y no quieren simple cobijo sino su pleno reconocimiento activo como miembros de la comunidad, no marcados por su pertenencia territorial o cultural.

A fin de cuentas, quizá el problema de fondo que hoy padece la Unión Europea es el que ya diagnosticó el siglo pasado el filósofo Jorge Santayana en Dominaciones y potestades: “Lo que hace difícil soportar las alianzas internacionales es que implican ser gobernados en parte por extranjeros”. Los antiguos griegos llamaban a personajes foráneos para dictar imparcialmente las leyes de sus polis, pero hoy la pasión irracional por el localismo y las identidades invulnerables hace que cualquier voz política que nos llega desde el exterior, por sensata que resulte, sea vista como una injerencia del enemigo en nuestros asuntos. El narcisismo de las pequeñas diferencias, del que habló Freud, inventa no solo fronteras sino abismos entre los que están llamados por razones históricas a parecerse y compartir destino político. Quizá fuera oportuno antes de las elecciones del 26 de mayo releer una de las más proféticas novelas de G. K. Chesterton: El Napoleón de Notting Hill. Cuenta cómo un iluminado independiza su barrio de Londres y a partir de ese momento todos los demás quieren separarse también; empiezan las hostilidades y los agravios imaginarios entre quienes hasta ayer eran vecinos, se establecen fronteras en las plazas y hay una gran batalla en Oxford Circus... Finalmente, Londres olvida estas disidencias y toda la ciudad vuelve a unirse contra el enemigo común, un ejército otomano que se acerca amenazadoramente... Esperemos que Europa sea vista como una necesidad, una promesa y un triunfo común por todos los europeos, sin necesidad de inventarse ningún enemigo exterior para conseguir su unidad.

Fernando Savater es escritor.

Texto de la conferencia inaugural del Salón del Libro de Turín 2019.

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