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“La mujer perfecta es la que no habla nunca”

Esta es la historia de una foto y una conversación en un grupo de WhatsApp, y de cómo el machismo campa en ese ámbito privado

Pxhere

Vibra el teléfono sobre el escritorio. Se ilumina la pantalla y surge una notificación en forma de globo contra un fondo de palmeras verdes y aguas cristalinas. Levanto los ojos del libro que estoy leyendo y miro de reojo: de nuevo una foto en el único grupo de WhatsApp donde todos son hombres, en su gran mayoría heterosexuales. Suspiro. "¿Cuánto te apuestas a que es otra foto de una mujer desnuda?", me digo. Vuelvo a mi lectura.

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Vibra de nuevo el teléfono sobre el escritorio. Un segundo globo se dibuja sobre la pantalla, encima del anterior, en el que puede leerse: “Esa no es la mujer perfecta. Le faltan las tetas”. Mi primera reacción es de enfado. La segunda de incredulidad: "¿Qué hago yo recibiendo semejante mensaje? ¿Por qué tengo que leer algo así, a la vez soez y sexista?". Accedo a la conversación, decidido a borrar el historial de mensajes por enésima vez, con la cobardía del que cree que eliminando el rastro de la injusticia esta no ha ocurrido nunca. Pero la vista es más rápida que los dedos y acabo viendo la foto que ha dado pie a la conversación: un hombre vestido con bata blanca, reminiscente del Dr. Frankenstein, termina de suturar la carne de un cuerpo de mujer desnudo y desvirtuado, donde la cabeza y el pecho han sido sustituidos por un segundo culo. Bajo el cuerpo puede leerse: “La mujer perfecta”.

El enfado, de nuevo. La incredulidad. Antes de que pueda borrarla, vibra el teléfono en mi mano y aparece otro mensaje: “Qué va, tío. Las tetas dan igual. La foto da en el clavo. ¿No ves que no tiene boca? La mujer perfecta es la que no habla nunca”.

La mujer perfecta es la que no habla nunca.

He salido del grupo. He borrado el chat completo de mi WhatsApp. Lo he hecho sin pensarlo, asqueado. El enfado, por tercera vez. La incredulidad. Aunque miento: un pensamiento ha cruzado mi mente mientras mis dedos presionaban furiosos el cristal de la pantalla: "Debes decir algo, alzar la voz, acabar con esta injusticia desde la raíz, no simplemente dándole la espalda". Pero no lo he hecho. Me gustaría poder decir que no lo he hecho porque me he cerrado la puerta precisamente al foro en el que tenía que intervenir. Pero no ha sido por eso, o no solo. La realidad es que, en el fondo, tenía miedo. Miedo a enfrentarme al poder que otorga el grupo, la mayoría, la manada. Miedo a alzar la voz en un foro donde, quizás erróneamente (pues al racionalizarlo a posteriori sé que muchos de los miembros de ese grupo piensan como yo), me percibo como minoría. Miedo, en definitiva, a las posibles represalias que tan a menudo acarrea la lucha por lo que es justo.

He callado. Ya sé que algunos me dirán que mi gesto ha hablado por mí, que he enviado un sutil mensaje al grupo al ponerles en evidencia con mi abrupta salida. Y en cierta medida es cierto: un amigo me ha escrito a los pocos minutos para aplaudir mi decisión. Pero no es suficiente. He callado, de nuevo. Y es que no es la primera vez que se objetiviza y denigra a la mujer en ese grupo. Sería injusto decir que sucede a diario, o callar que, en ocasiones, algunos miembros del mismo han alzado la voz cuando las fotos o los comentarios han sido de sobra inapropiados. Pero la triste realidad es que sucede más a menudo de lo que yo habría podido llegar a imaginar, y probablemente más a menudo de lo que la gran mayoría de las mujeres puede pensar.

No es fácil ser feminista en estos tiempos, independientemente de lo que pueda parecer a juzgar por la lluvia constante de noticias sobre el empoderamiento femenino, las movilizaciones en decenas de países y la ola de personajes femeninos que el mundo de la cultura trae a diario hasta nuestras páginas y pantallas. No es fácil ser feminista en estos tiempos, menos aún cuando eres hombre.

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No solo por la presión social, por ese silencio incómodo que aún reina en algunos entornos cuando uno proclama que es feminista, sino también por las nuevas formas de discriminación que están surgiendo, fruto de un feminismo que no es tal: sectores profesionales que te cierran la puerta si eres hombre, políticas de empresa que proclaman que las mujeres tendrán prioridad en el ascenso, o mensajes en prensa y televisión aseverando que todos los hombres contribuimos a perpetuar la discriminación y la injusticia por el mero hecho de pertenecer al género masculino. Son muchos los hombres que se escudan en manifestaciones de este tipo para proclamar con orgullo no solo que no son feministas, sino que son contrarios al feminismo. Hasta tal punto es así que la palabra “feminismo” empieza a cubrirse de una oscura pátina, fruto del mal uso. Debemos revertir esta tendencia, devolverle al término su resplandor igualitario.

No es fácil ser feminista en estos tiempos, pero es evidente que es más necesario que nunca. No quiero ni imaginar el número de grupos de WhatsApp que existirán en el mundo donde circulan a diario mensajes como los que he recibido esta tarde, a los que seguramente habrá que añadir otras tantas cadenas de emails e incontables conversaciones entre amigos en la barra de un bar o frente al televisor viendo un partido de fútbol. Y lo que es aún peor: el número de actos de discriminación que dichos grupos, cadenas y conversaciones incitan desde la legitimidad que otorga la (percibida) superioridad numérica.

No es fácil ser feminista en estos tiempos, pero luchar por aquello que es justo rara vez lo es. Luchemos juntos. Alcemos la voz. Nos va la igualdad en ello.

Álvaro Fernández de la Mora es profesor asociado en la Universidad de Sheffield y doctorando en Derecho en la Universidad de Oxford.

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