Líbreme D’Hondt
Voten aquello que les permita mirarse al espejo todos los días durante los próximos cuatro años
Dicen que la primera vez no se olvida y, en mi caso, el dicho es cierto. También recuerdo mi primer voto como si fuera hoy mismo. Podría haberme estrenado el año de mis 18, pero la ocasión llegó antes de mi cumpleaños, y hube de aguantarme las ganas hasta la próxima, que no fue hasta los 21. Ese día me levanté tarde, me vestí de domingo y fui a votar con mis padres y mis hermanos como quien va a misa de una para luego tomar el aperitivo y subir a atizarnos la paella que mi madre había dejado apañada, a falta de echar el arroz y tantas gambas como bocas hubiera en la mesa, no fuéramos a pensar que hacía distingos.
Las siguientes veces, y hubo muchas, la liturgia fue la misma. Fueron apareciendo y desapareciendo del convite novios y novias, maridos y mujeres, nietos y nietas, pero en casa de los míos el día de las urnas fue sagrado hasta el último día, y a comer había que venir votado, votaras lo que votaras, si no querías oír el sermón del patriarca por los siglos de los siglos.
Las cosas han cambiado. Estamos en otra película, otro mundo, otro siglo. La paella podrá ser un pollo de microondas en casa o unas tapas en una terraza, según salga de bueno el día. Pero una es lo que mamó de niña y el domingo irá a votar con sus hijas como quien cumple con un mandamiento. Este año es la primera vez de la pequeña, 18 años y 10 días, y, aunque está en la edad de decirle que no a todo, puede incluso que vote lo mismo que su vieja. Eso es lo que importa. Que votemos.
Extintos los fuegos artificiales de los debates, las campañas, los memes y los cuchillos a degüello, solo queda el acto más público y más íntimo del que disponemos los ciudadanos libres. Líbreme D’Hondt de nombrar unas siglas. Solo me atrevo a sugerir lo que me exijo a mí misma. Voten aquello que les permita mirarse al espejo todos los días durante los próximos cuatro años y reconocerse en la luna. El lunes será tarde para lamentarse.
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