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Columna
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Una bola de ‘pinball’

De '1984' de Orwell se me quedó grabado esto: “Del dolor sólo se podía desear una cosa: que cesara. No había nada tan malo en el mundo como el dolor físico"

Manuel Jabois
Antonio Banderas, en 'Dolor y gloria'.
Antonio Banderas, en 'Dolor y gloria'.

Acaso los planos más bellos de Dolor y gloria son aquellos en los que el protagonista, el director de cine Salvador Mallo, echa un cojín al suelo para apoyar la rodilla y, agachado, busca la heroína entre sus medicamentos. Lo primero que enseña la droga es a agacharte ante ella: te pone de rodillas en el baño para inhalarla, te tala como un árbol hasta acabar de cuclillas tras inyectarla. Escondida en la película hay una música entre el dolor físico de Mallo y la gloria que busca para aliviarlo, y la lucidez necesaria para saber que la gloria puede destruir mucho más rápido que el dolor.

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Y sin embargo la derrota de esas escenas no es la heroína, una opción al fin y al cabo, sino el cojín, que no se elige. Toda la película amenaza con ser la rodilla en tierra de Almodóvar, incluida la aparición de una madre que llega para escribir el testamento de su hijo, y sin embargo siempre aparece en el último momento un cojín que impide que la rodilla claudique. No solo de viejo por el dolor, sino de niño por la gloria: el niño que descubre de golpe su sexualidad al ver a un adolescente desnudo bañándose en su casa deja caer las toallas y lo primero que hace en su desmayo es apoyar la rodilla en ellas. Esa rodilla es la del protagonista Mallo, la del creador Almodóvar y la nuestra, el público que, aun sabiendo que hay un momento en el que no queda más remedio que bajar la rodilla, se resiste a doblar la pierna.

Todo ello emparenta con uno de los asuntos más turbadores de Almodóvar, explicitados en el impresionante final de ¡Átame!: gente al borde de la bancarrota, siempre tambaleándose, que se dobla como el junco pero siempre sigue en pie. Y una frase que persigue al espectador al salir del cine, algo así como “yo no quería que le pasase nada a los protagonistas de las películas” pronunciada por el niño.

Una angustia que en mi caso ha ido creciendo al punto de ver ciertas películas no solo negándome a suspender la incredulidad, sino repitiéndome a mí mismo que todo es mentira, que es un rodaje, que a esa actriz la he visto en más películas, y era feliz. Parafraseando a Carlos Boyero: “No me las creo, pero porque no me da la gana de creérmelas”. Obvio aclarar que cuando la película es buena no hay esfuerzo que valga. Y cuando lloro una muerte o un destino, y pienso en ese pobre personaje, de lo que tengo ganas al acabar la película es de poner otra de esa actriz o actor, preferiblemente una mala comedia romántica para no acabar aún más en la mierda.

Hay pocas nostalgias más sofisticadas que la resistencia a la ficción, y pocos infiernos mayores que la resistencia al sufrimiento. De 1984, de Orwell, se me quedó grabado esto: “Del dolor solo se podía desear una cosa: que cesara. No había nada tan malo en el mundo como el dolor físico. Ante el dolor no hay héroes, ningún héroe” (siempre he pensado que en la prohibición de la eutanasia hay, implícita, una legalización de la tortura).

El cojín de Almodóvar hace reposar la rodilla del dolorido director Salvador Mallo, el deseo del niño de que nada le pase a los protagonistas vela por ellos a costa de la historia, que no existe sin drama. El primer deseo es amortiguar la vida, salir poco a poco del útero, ir despacio a las cosas antes de que la primera hostia te levante diez metros y la vida empiece a jugar contigo como si fueses la bola de un pinball.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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