_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La nostalgia del oso

Hoy proliferan los líderes ultraconservadores que explotan las banderas de ley, orden y nación para poner en danza a Europa

Marta Rebón
Victor Orban, primer ministro de Hungría
Victor Orban, primer ministro de Hungría FRANCE PRESS

Una vez vi un oso bailando en el centro de San Petersburgo. Recortado contra la fachada verde turquesa del Hermitage, el animal se movía erguido sobre sus cuartos traseros al son de las notas que su amo arrancaba a un instrumento. Meneaba la cabeza y el tronco a la espera de que los viandantes, por diversión o por pena, soltasen algún rublo. Esta atracción acabó por desaparecer, como tantas otras costumbres que se extinguen con los nuevos tiempos.

Otros artículos de la autora

Para algunos de estos osos que coreografiaban su desgracia por la Europa Oriental, la caída del muro fue una bendición. Lo cuenta Witold Szablowski en Los osos que bailan: historias reales de gente que añora vivir bajo la tiranía (Capitán Swing). Hace 12 años, cuando Bulgaria ingresó en la Unión Europea, una ONG animalista abrió un parque-santuario rodeado de bosques centenarios en Belitsa, al sureste del país, donde no se han escatimado esfuerzos para que estas bestias explotadas recuperasen su identidad e instinto perdidos, incluido el arte de la hibernación.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

A pesar de las tres comidas al día, los chequeos médicos y el entorno natural, los osos siguieron bailoteando, si bien ya no se les tiraba de la jolka, el aro de metal con el que les perforaban la nariz, la parte más sensible de su cuerpo. Era un doloroso rito que marcaba su paso de animales libres a esclavos, pero acababan por habituarse a ese apéndice represivo, como si se tratara de una prolongación natural de su hocico. Al igual que les ocurrió a los exsoviéticos, a quienes estos mamíferos peludos de cuerpo y mente cautivos habían entretenido con sus brincos, se vieron forzados a abrazar, de la noche a la mañana, una libertad desconocida y abrumadora.

En la era digital, incluso se siente nostalgia del presente, volátil y efímero, mientras nos afanamos en salvar instantes fotográficos en la nube

A la vista de su comportamiento en la reserva, los osos añoraban el mundo de ayer, cuando su papel, aunque grotesco, estaba perfectamente definido. Resulta interesante constatar cómo el crepúsculo de la desaparición, según decía Milan Kundera, lo baña todo con la magia de la nostalgia, incluso la guillotina. La memoria es un texto vivo que lo soporta todo: omisiones, reescrituras, añadidos, ambigüedades, etcétera. Así, el pasado, como reza un refrán ruso, es más difícil de predecir que el futuro. Cada cual lo utiliza a su conveniencia para defender ideas e intereses. No sorprende, pues, que la nostalgia se esgrima como una valiosa arma de seducción política, en absoluto nueva, pero bien bruñida. El procedimiento según el cual opera se basa en apelar a un glorioso pasado que se manipula para despertar una sensación de angustia por la grandeza perdida, e incluso de humillación, un mecanismo muy efectivo a la hora de orientar los votos. Fijémonos, si no, en los británicos, empantanados en el Brexit. HBO emite un interesante biopic sobre Dominic Cummings, el director de campaña oficial a favor de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. De su mente nació el potente eslogan que catapultó a Farage y compañía —Take back control—, una exitosa síntesis de nostalgia contemporánea. Se trataba, afirma el protagonista del filme, de soltar sin cesar esa sencilla bomba ideológica compuesta de tres palabras, hasta que su melodía pegadiza se incrustara en el cerebro de los votantes.

Nadie es inmune a la retroutopía nacionalista, como alerta Michela Murgia en Instrucciones para convertirse en fascista (Seix Barral/Empúries). Que el principal vehículo de transmisión ideológica es el lenguaje, al cual estamos expuestos todo el día, fue una lección magistral del fascismo. Como un herpes, dice Murgia, se esconde latente en frases triviales que se acomodan en nuestra psique camufladas de “sentido común”, a la espera de manifestarse. Hoy, tres décadas después del vendaval de libertad que recorrió Europa central y oriental durante el Otoño de las Naciones, pueblan el panorama político líderes de ideario ultraconservador como Orbán, Kaczynski, Strache, Akesson, Salvini, Le Pen o Abascal. Todos explotan la nostalgia de la sacrosanta terna de ley, orden y nación a fin de poner en danza a Europa, como si los ciudadanos fuésemos osos dispuestos a bailar tironeados de una cadena.

Lo curioso es que antaño el tormento de la nostalgia lo causaba el hogar abandonado, del mismo modo que a Ulises lo abatía la evocación de su Ítaca. El término “nostalgia” se acuñó en el siglo XVII para describir una suerte de zozobra que padecían los soldados suizos acantonados en el extranjero. Siglos después, con la velocidad vertiginosa de los cambios socioeconómicos, la melancolía ha mutado. No se echa de menos un espacio geográfico, sino un tiempo pretérito. Hasta el punto de que, en la era digital, incluso se siente nostalgia del presente, volátil y efímero, mientras nos afanamos en salvar instantes fotográficos en la nube.

Marta Rebón es traductora y escritora.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_