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Tribuna
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La perplejidad del votante

Convendría indagar un poco en el papel que parece reservarse cada vez más al ciudadano en este gran barracón de feria en que van camino de convertirse las campañas electorales en nuestro país

Francisco J. Laporta
Enrique Flores

No se trata aquí de señalar una vez más lo dudoso que puede ser a veces preferir un partido a otro. Como algunos andan escorándose tanto, resulta quizás ahora más fácil, y simplón, establecer al menos una preferencia inicial en favor o, sobre todo, en contra de ciertas exageraciones y estrépitos. Pero la cuestión no es esa. La cuestión es más profunda. Y más compleja. Se trata de indagar un poco en el papel que parece reservarse cada vez más al votante en este gran barracón de feria en que van camino de convertirse las campañas electorales en nuestro país. Empezando, evidentemente, por la percepción que le transmiten los partidos políticos mismos. Indispensables como son para el juego democrático, los encontramos de pronto entregándose a prácticas suicidas. Y, naturalmente, el elector empieza por dudar si el partido de sus preferencias sobrevivirá a medio plazo a semejantes prácticas o se trocará en un partido distinto. Porque no otra cosa que suicida es la actividad pretendidamente democratizadora que han acabado por ser las llamadas “primarias”, un artículo de importación superfluo y dañino que está alterando profundamente la salud y la continuidad de nuestro mapa político.

Con un índice de afiliación ridículo, y una tasa de participación tirando a pobre, se celebra dentro de cada partido una suerte de plebiscito personal para que una minoría de militantes determine quién es el líder del partido y cómo se van a nutrir sus órganos de gobierno. Cuando no son laminados directamente por los nuevos, los que resultan vencidos se limitan a mendigar alguna posición subalterna. La sangría ya está hecha, y ya se ha conseguido crear allí dentro algún círculo de rencor. No hay más que examinar la brillante experiencia de las primarias entre nosotros para cerciorarse de que todo partido que las pone en práctica empieza a quebrantarse por dentro. También a descender en las preferencias del electorado. Por no hablar de la incertidumbre, que como hemos visto afecta en primer lugar al elector, que no sabe a ciencia cierta dónde acabará su voto, pero se cierne también sobre la nueva dirección del partido, que ante lo imprevisible de cualquier resultado siente muchas veces la tentación de manipular el arma de la ruleta rusa. Y a veces, como hemos visto estos días, cede a ella.

Con un índice de afiliación ridículo, una minoría de militantes de cada partido determina quién es el líder

Tal y como se practican entre nosotros, las primarias son claras conductas de autolesión, un modo innecesario de incrementar divisiones y rencillas dentro de organizaciones que ya son famosas precisamente por sus sempiternas peleas de facción y sus ambiciones en conflicto. Con la particularidad de que según nuestros usos, quien gana la subasta se queda con todo y se siente respaldado para hacer tabla rasa de ideas y personas. Y una vez culminada la supuesta “renovación” se apresta a desarrollar uno de sus cometidos más relevantes: la confección de las listas de candidatos a las elecciones. Aquí es donde empieza realmente el proceso electoral oficial. Y, en demasiadas ocasiones, el desfile de las atracciones para el gran espectáculo. El elector, que ha estado hasta ahora observando estupefacto la gresca interna de unos y otros, detecta ahora sin embargo que se quiere contar con él. Pero ¡cómo se cuenta! Todo apunta a que se le considera un espectador estándar de tertulias políticas vociferantes o programas televisivos elementales. Y parece que se trata de provocarle directamente la salivación electoral presentándole estímulos primarios en forma de figuras públicas reconocibles y populares. Da lo mismo que no tengan ni la más remota noción de la tarea que puede esperarles. Cualquier celebridad mediana se postula solo por ello para diputado, senador o alcalde, esperando que las neuronas del votante se hagan a un lado ante el brillo de su fama, cualquiera que esta sea. Lo que se impone no es la oferta de soluciones a problemas, sino la pura y simple mercadotecnia y la visión del elector como un consumidor de productos publicitarios. No es extraño que, desde esta visión de las cosas, todos los grupos parlamentarios hayan alcanzado hace poco una rara unanimidad para conceder el derecho de sufragio a los discapacitados intelectuales. Así es como parecen vernos a todos. Y así es como van cebando los anzuelos electorales. “Fichando” (es el término que viene usándose) caras conocidas, ejecutivos de campanillas, cantantes, toreros y periodistas faltones. El último grito, ¡Dios nos coja confesados!, son los viejos generales en la reserva, en una maniobra que tiene todo el aire de añorar la presencia del ejército en la vida política, como si pretendiera reproducir la humillación secular de la España civil.

De los hechos mejor no hablar. No se ve a nadie que trate de poner a la gente ante ellos, aunque sean graves

Y en cuanto al contenido del mensaje, mejor no hablar. No se ve a nadie que trate de poner a la gente ante los hechos, aunque estos sean graves. Parece más fácil la adulación: si eres pensionista, subirán tu pensión; si contribuyente, bajarán tus impuestos; si agricultor, subvencionarán tus cultivos, etcétera. Aliñado todo ello con la indigencia mental de los tuits.Lo que sí parece ser importante es cultivar la intemperancia y el sectarismo, que no se proponen informarnos seriamente de nada, pero sirven para descalificar a los demás, a ser posible con palabras insultantes. Porque lo decisivo no es por lo visto lo que uno se disponga a hacer en caso de ganar las elecciones; lo decisivo es que no las ganen los demás. No poner al votante a tu favor, sino ponerlo en contra de los demás. No decirte a quién votar, sino a quién no. Quizás por ello se preocupen tanto algunos por transmitirle al elector que bajo ningún concepto, en ninguna circunstancia, nunca, jamás, van a pactar ni a dialogar con los otros. Dada la relativa bisoñez de los cuadros “renovados”, esta especie de intransigencia estúpida provenga quizá solo de fobias meramente personales, pero con esas alergias juveniles no se puede ni se debe dedicar uno a la vida política. Entre otras razones no menores porque se sitúa al elector en una posición imposible. Si se piensa que hay asuntos de la máxima importancia que han de ser abordados desde los poderes públicos, asuntos como las migraciones humanas, el cambio del modelo energético, la sostenibilidad del sistema de pensiones, la viabilidad del mapa autonómico, el mejoramiento de la educación, la eficiencia de la atención sanitaria, el destino de la Unión Europea, el bienestar de nuestros ancianos, las notorias deficiencias de nuestro aparato judicial, y tantos otros, se tiene también que saber que en ninguno de ellos se dará un paso serio si no es a través de un gran acuerdo colectivo, que tiene que empezar, naturalmente, por un entendimiento firme y estable en el Congreso de los Diputados. Ni tan siquiera aquellos que alimentan la quimera de una mayoría absoluta para sí pueden ignorar que esa es la única forma de abordarlos. Y si son conscientes de ello, lo que transmiten al elector con los gestos de intransigencia y la tosca mediocridad de sus diatribas es pura y simplemente que no está entre sus proyectos enfrentar esos problemas. Lo que conduce al votante al escepticismo y la perplejidad. Y, con ello, al incremento de la abstención, una actitud que, aunque pueda convenir a algunos, mina seriamente la lógica interna del proceso democrático mismo.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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