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Tribuna
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Culpas históricas

Españoles y mexicanos debemos mantenernos en el terreno de los principios, y, como Estados democráticos que somos, con el respeto a los derechos humanos como piedra angular

José Álvarez Junco
Eduardo Estrada

Con mi más sincero y profundo respeto, presidente López Obrador: me ha defraudado usted. Y no como político, sino como historiador, pues usted ha trabajado y publicado en este campo. Suponía, por eso, que consideraba la historia un saber serio, que enseña que todo pasado es complejo, plagado de hechos trágicos, con víctimas y verdugos, pero de imposible proyección sobre personas o grupos actuales. Y, sin embargo, su personalidad política se ha impuesto y ha decidido manipular la historia, simplificarla y convertirla en un relato maniqueo al servicio de objetivos inmediatos. Ha decidido explotar conflictos, hoy imaginarios, entre una “España” atemporal, eternamente explotadora, y un México también esencial y perennemente victimizado.

No quiere admitir, en resumen, la única ley científica que la historia enseña: que las cosas cambian. En este caso, que los españoles actuales no tenemos nada que ver con los que, hace quinientos años, conquistaron el imperio azteca. Como ustedes, por supuesto, los mexicanos actuales, tampoco tienen que ver con aquel imperio. ¿O es que usted se considera, presidente, heredero de Moctezuma? ¿Y pedirá perdón a los tlaxcaltecas o mixtecas, a los que sus guerreros apresaban y cuyos corazones sus sacerdotes extraían en lo alto de las pirámides para ofrendárselos, palpitantes aún, al sol sediento de sangre?

Pocas cosas se prestan más a abusos que las reclamaciones en nombre de lejanos antepasados que sufrieron afrentas o injusticias, tanto por la discutible división de los sujetos de aquellos hechos en víctimas y verdugos como por la arbitraria identificación de los actuales reclamantes con tales antepasados. Su mismo rostro, presidente López Obrador, presenta más rasgos criollos que indígenas. Al exigir a los españoles actuales un reconocimiento de culpas genocidas, nos plantea la inevitable duda de si no será usted más probable descendiente de los conquistadores que nosotros, cuyos tatarabuelos nunca cruzaron el charco. Explíqueme, por favor, ¿por qué he de pedir disculpas yo por algo que no hicieron mis abuelos a alguien cuyos abuelos seguramente sí lo hicieron?

Con todo respeto, presidente, en su planteamiento reivindicativo demuestra usted una mentalidad histórica tradicional, conservadora, esencialista; nacionalista e indigenista, en su caso. No sólo presupone que los españoles actuales heredamos la personalidad y las culpas de los conquistadores, sino también que aquella conquista consistió en un enfrentamiento entre dos comunidades, la española y la indígena, homogéneas, sin fracturas internas; que la primera mantuvo su dominio sobre la segunda durante tres siglos, sin permitir mestizajes; que, pasados esos siglos, aquel pueblo sometido se sublevó y logró su independencia; y que la actual república mexicana, que usted dignamente encabeza, es la heredera de aquellos indígenas, libres un día, sojuzgados más tarde y felizmente dueños otra vez de sus destinos.

Muchos españoles recordamos y agradeceremos siempre a México la acogida dada a los republicanos exiliados

Lo cierto es que hace quinientos años existía un imperio azteca o mexica que, como todos los imperios, oprimía a otros pueblos, en este caso con un grado de violencia algo superior a la media. Que muchos de los sojuzgados por aquel imperio se aliaron con Cortés y colaboraron en su derrocamiento. Que durante los siglos de dominio español se produjo un profundo e irreversible mestizaje. Y que la independencia de hace doscientos años fue un proceso complejo, dirigido en definitiva por los criollos que dominaban y siguieron dominando la jerarquía social. Porque los primeros movimientos de protesta, más indigenistas, de Hidalgo y Morelos, fracasaron; mejor dicho, fueron aplastados por la autoridad central, apoyada decididamente por los criollos. Mientras que en 1821, en un fugaz momento liberal en España, las conservadoras élites mexicanas, Iglesia y Ejército a la cabeza, acordaron distanciarse y coronaron a Iturbide. Los indígenas, por cierto, se mantuvieron al margen de aquel proceso; probablemente porque se sentían más protegidos por la corona española que por las élites blancas locales.

Claro que enseñar esto en las escuelas mexicanas sería hacer un ejercicio de humildad impropio de los arrogantes Estados-nación que hoy protagonizan el escenario político internacional y monopolizan el relato histórico escolar. Lo fácil es decir que los mexicanos, inspirados por ideales de ilustración y progreso, se rebelaron unánimemente contra la arcaica y opresora España y emprendieron el camino que les ha llevado a su venturoso autogobierno actual.

Esta versión no sólo es autocomplaciente y permite presentarse como víctimas de injusticias pasadas, sino que sirve para arrojar nubes de humo sobre los problemas de hoy, como la violencia existente en México, en particular con los pueblos indígenas, que siguen además viviendo en intolerable atraso, como acaba de recordar Vargas Llosa. El México actual tiene mucho más que ver con los setenta años de monopolio del poder por el PRI, sus prácticas autoritarias y su gigantesco entramado clientelar y corrupto, que con la conquista española. Las élites blancas mexicanas han contado con doscientos años para solventar la supuestamente ominosa herencia del imperio español y mejorar la situación de los indígenas.

El México actual tiene mucho más que ver con los setenta años de monopolio del PRI que con la conquista española

Algún mal actual hay en el que podría concentrar sus esfuerzos, presidente, por ejemplo, en el istmo de Tehuantepec, con indígenas perjudicados por intereses de grandes compañías, entre otras españolas. Pero es más fácil seguir hablando del pasado remoto. O en el terreno internacional, en el que tiene que lidiar diariamente con el incómodo Mister Trump. Un vecino a quien, por cierto, puestos a exigir justicia histórica, podría reclamar usted presentación de excusas y devolución de territorios por la guerra de 1846-1848. Pero con ese no se atreve.

La guerra con Estados Unidos, por cierto, es un agravio mucho más reciente que el de Cortés. Y hechos recientes, como los crímenes nazis como mejor ejemplo, son los que justifican exigir reparaciones. Remontarse, en cambio, a conflictos remotos como el de la conquista de hace medio milenio es abrir la caja de Pandora. ¿Debería el actual Gobierno español exigir disculpas y reparaciones al francés por las tropelías de los ejércitos napoleónicos? ¿Debe exigírselas el francés al italiano por la conquista de las Galias por Julio César? ¿O el sudanés al egipcio por las razias de Ramsés II? ¿Dónde está el límite?

Más sensato sería, presidente, mantenernos en el terreno de los principios, y, como Estados democráticos que somos, con el respeto a los derechos humanos como piedra angular, condenar toda agresión de un pueblo a otro, toda conquista, toda violación de libertades, todo genocidio, todo desplazamiento forzoso de poblaciones. Eso es lo que debemos hacer, tajante y diariamente. Españoles y mexicanos. Con lo que nadie podrá defender la conquista de México por Cortés, que reunió muchos de esos rasgos.

En nuestro caso, presidente, ¿no sería mejor evocar recuerdos menos conflictivos, más provechosos para las relaciones entre nuestros pueblos? Por ejemplo, la acogida dada a los republicanos exiliados por el presidente Cárdenas —uno de sus ídolos, presidente López Obrador; y mío, si me lo permite—, de la que se cumplen ahora 80 años. Eso sí que debe ser recordado. Muchos españoles lo haremos y se lo agradeceremos siempre a México.

José Álvarez Junco es historiador.

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