Dineraria
El dinero pasa de mano en mano y transmite enfermedades; quizá contenga gluten
El ojo compuesto de una mosca carece de alta definición de imagen, pero detecta movimientos rápidos. Hemos desarrollado ojos de mosca para percibir una vertiginosa movilidad que es una movilidad ilusoria. No nos enteramos de nada. En mi proyecto de decantación —confieso que no he bebido— de lo importante a partir de la multiplicada actualidad, me quedo con visiones que me persiguen: aficionados del Viladecans agitan billetes en el aire para expresar su disgusto ante la victoria del Andorra, equipo comprado por Gerard Piqué. Los del Viladecans, con su gesto macarra, quieren decir que con pasta todo es posible y que, sin ella, la igualdad de oportunidades es relativa —tienen razón—. No es eso lo que me inquieta. Tampoco me seduce el aspecto deportivo del asunto: fui nadadora y dejé de competir por ser baja y para no transformarme en una orca mortífera y cabrona. El ademán chulesco de aquellos hombres suscitó en mí muchas preguntas: ¿qué pasará cuando los billetes y moneditas desaparezcan?, ¿con qué encenderemos un puro ostentosamente?, ¿cómo daremos limosna?, ¿con qué agradeceremos su esfuerzo al gorrilla?, ¿qué echaremos en las máquinas expendedoras de huevos sorpresa?, ¿qué metal tintineará dentro del bote? ¿Qué implica esta desmaterialización de lo material por excelencia?
“El 14 de noviembre de 1973 el capitalismo abandona oficialmente el patrón oro. (…) Las necesidades financieras que provoca el gran déficit comercial de EE UU exigen que el dinero se vea libre de cualquier sujeción a lo real”, escribe Constantino Bértolo en Viceversa. La literatura latinoamericana como espejo. Esa libertad, holgura o desajuste del dinero respecto a lo real fundamenta endeudamientos domésticos, fondos buitre, hipotecas basura e ingenierías financieras. Ahora lo ves, ahora no. Además, el dinero pasa de mano en mano y transmite enfermedades. Es foco de contagio y posiblemente contenga gluten. Agujerea los bolsillos. Ese dinero no es vendible porque se ve, y con lo que vemos es más difícil, no imposible, engañarnos. “No uso dinero, no”, tararean en un anuncio, y cuanto menos crees que lo usas, más gastas: se pierde la perspectiva de la cartera con telarañas y la mano rota. La comodidad y limpieza de las publicidades económicas me llevan a preferir el dinero sucio de los apostadores sobre la mesa de billar. La cosa-dinero es sucia, pero el dinero-no cosa, el dinero espiritual y religioso levita, limpia, da esplendor. Mientras más microbios agarra el vil metal con que los hinchas subrayan zafiamente lo injusto, más se blanquea ese dinero volátil manejado por corazones inmaculados que invaden países y generan crisis económicas mundiales —Hollywood lo cuenta—. El dinero vapor, aroma, nube, los monederos electrónicos, los pagos a través del móvil y las transferencias con comisión, la virtualidad crematística, crean un vínculo débil con el dinero. Le quitan importancia. Nos hacen creer que somos otras personas. Pervierten precio y valor. Nos hacen flirtear con el dinero como si lo tuviésemos.
Quitarle peso y materia al dinero es tendernos una trampa. Apuntalar un espejismo. Es mentir. Luego llegará el tío Paco con la rebaja y rapiñará lo tangible: muebles, ladrillos, estufas. Mi abuelo era cajero. Pagaba con lisos, pulcros billetes. Mi abuelo era casi un formalista del dinero: lo cuidaba por fuera, pero era desprendido, sabía lo que valía un peine, que cortar el pelo no duele y que el peso del dinero no da dolor de espalda. Sin embargo, el dinero que no pesa produce cáncer. Estrés. Insomnio. Cólicos. Y otras enfermedades aún no catalogadas en la era del capitalismo terminal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.