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Columna
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¿Qué políticos queremos?

Si el funcionamiento de los partidos nos ofreciera garantías de que serán siempre fieles altavoces de nuestros intereses, nos despreocuparíamos de las características personales de sus portavoces

José Fernández Albertos
Enrico Berlinguer, líder del Partido Comunista Italiano, durante un mitin en Roma en 1976.
Enrico Berlinguer, líder del Partido Comunista Italiano, durante un mitin en Roma en 1976.Agencia Upi

Cómo queremos que sean nuestros políticos? ¿Con títulos de prestigiosas universidades? ¿Conocedores de la Administración? ¿Reputados profesionales en el “mundo real” y que se tomen un descanso para dedicarse al servicio público? ¿O que sean personas sencillas, que vivan en nuestros barrios y compartan nuestros modos de vida? Es curioso que nos fijemos tanto en estas cuestiones, cuando lo que tienen en común algunos de los líderes políticos más exitosos de nuestro entorno como la democristiana alemana Merkel, el socialdemócrata sueco Lofven o el liberal holandés Rutte no es su formación, su trayectoria profesional o su bonhomía, sino el haber hecho largas carreras políticas dentro de sus partidos.

Mi sensación es que esta preocupación por las características personales de los políticos es un síntoma de uno de los problemas de nuestras democracias: el deterioro de los vínculos de los ciudadanos con las instituciones. Si confiáramos en los partidos y Parlamentos y su funcionamiento nos ofreciera garantías de que serán siempre fieles altavoces de nuestros intereses, nos despreocuparíamos de las características personales de sus portavoces. Mi ejemplo favorito es el Partido Comunista Italiano, que alcanzó en los años setenta del siglo pasado sus mayores éxitos electorales con un líder procedente de una familia noble, cercana a la élite democristiana del país, y cuya siempre elegante apariencia podría chocar con los grupos sociales que el partido aspiraba a representar.

De acuerdo con esta hipótesis, es cuando los ciudadanos perciben que los mecanismos de representación están dañados cuando más sentido tiene que fijen su atención en las características personales de sus representantes, bajo la creencia de que seleccionando mejor a los políticos, sus decisiones estarán más alineadas con sus deseos. Así, les exigimos que sean expertos, que estén cualificados, que sean brillantes, amables, moralmente intachables y cercanos. Una de las consecuencias de esta inflación de demandas es que hemos convertido la política en una profesión tremendamente exigente desde el punto de vista humano. Para ser político, uno debe aceptar un escrutinio total de su pasado, una exposición mediática permanente y unos horarios incompatibles con una vida familiar razonable. ¿Y si nos estuviéramos perdiendo a muchos buenos políticos por culpa de todo ello?

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