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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Azúcar, soja y aceite de palma: los nuevos ‘monarcas agrícolas’

La utilización de estos tres ingredientes tiene consecuencias no solo en nuestra salud, también en comunidades locales y en el medio ambiente

Campo de caña en ColombiaOscar Andrés Pardo Vélez

Antes de la llegada de los españoles a América, el pueblo Kuna, que habitaba el territorio que hoy se extiende entre Panamá y Colombia, llamaba a su tierra Abya Yala: significa, según las traducciones, “tierra en plena madurez”, o “tierra de la sangre vital”. Hoy, muchos pueblos del continente recuperan ese nombre para referirse a América Latina y el Caribe, esa región de tierra plena, fértil y rica en recursos. Dice el ecuatoriano Alberto Acosta que esa riqueza fue la perdición de América Latina: es “la maldición de la abundancia”.

Lo cierto es que, desde que los españoles llegaron a la Abya Yala, vaciaron de oro y plata los cerros y minas del Perú, Bolivia o México. Sin embargo, otro tipo de extracción, menos ostentosa, tuvo consecuencias al menos igual de brutales: la consagración de las fértiles tierras americanas a la lógica del monocultivo y el latifundio. Difícil es exagerar cómo cambió el mundo ese novedoso sistema de explotación de la tierra: vastas extensiones comenzaron a producir un solo cultivo que, por primera vez en la historia humana, no era destinado al consumo local, sino a la exportación a países situados a miles de kilómetros de distancia. En su recordado ensayo Las venas abiertas de América Latina, el uruguayo Eduardo Galeano los llamó "monarcas agrícolas": la caña, el cacao, el café, el caucho.

La caña de azúcar ilustra cabalmente ese proceso. Así, en países como Brasil, Tailandia y Colombia, donde la caña sigue siendo un pilar fundamental de sus economías, la industria azucarera todavía florece al precio de condiciones laborales semiesclavas en los cañaverales. En estos países, el monocultivo se expande mediante la destrucción de las formas de vida ancestrales de las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. Un azúcar cuyo consumo per cápita– pese al auge de los productos light y los edulcorantes artificiales– no ha dejado de aumentar provocando obesidad, diabetes, problemas dentales, hipertensión y otras dolencias típicamente modernas.

El aceite de palma es un ejemplo mucho más reciente, pero igualmente ilustrativo. Utilizado profusamente por la industria alimentaria, pero también para la producción de jabones, cosméticos y agrodiésel, se ha expandido siguiendo el mismo modelo de explotación social y medioambiental de la caña de azúcar.

Carro de Combate ha investigado, en seis años de trabajo, los impactos sociambientales que dejan los monocultivos de caña y palma aceitera en países como Tailandia, Brasil, Indonesia, Malasia, Colombia, Camerún, Ecuador y Guatemala. En nuestro trabajo sobre el terreno, pudimos comprobar cómo las condiciones de trabajo análogas a la esclavitud siguen siendo la norma en muchos de estos países; en algunos de ellos, como en Guatemala, los encargados de las plantaciones de caña y de palma aún se arrojan el derecho de exigir a las mujeres que acepten tener sexo con ellos a cambio de garantizar su puesto de trabajo. En Indonesia y Malasia, la palma amplía su frontera a costa de los bosques nativos, lo que, entre otros estragos ambientales, ha dejado al orangután al borde de la extinción. En Colombia, la acelerada expansión de la palma fue posible gracias a los desplazamientos forzados por los grupos paramilitares, que liberaron el territorio donde después se implantaría el monocultivo.

Nos proponemos ahora investigar la soja, que avanza en el Cono Sur latinoamericano: en Argentina, la soja acapara ya el 60% de la tierra cultivable, y las cifras son similares en Paraguay y al sur de Brasil. El 99% de esa soja es transgénica, y su modificación genética, patentada por Monsanto – ahora fusionada con Bayer –, permite que sea rociada con glifosato, un potente herbicida que asegura la rentabilidad de la oleaginosa, pero tiene probados impactos sobre la salud. La Organización Mundial de la Salud ha alertado sobre la posible relación entre glifosato y cáncer, haciéndose eco de la denuncia que llevan años haciendo colectivos las Madres de Ituzaingó Anexo, un barrio de la Córdoba argentina donde las mujeres percibieron que estaban aumentando vertiginosamente los casos de leucemia, cáncer y malformaciones fetales, y decidieron abandonar la lucha contra los agrotóxicos. Sin embargo, la soja sigue expandiendo su frontera, al precio de destruir el bosque nativo y expulsar de sus territorios a los pueblos Qom y Guaraní, cuyos líderes desaparecen en sospechosas circunstancias ante la impunidad generalizada.

Como la palma, la soja se destina a la producción de agrodiésel, pero también como aceite vegetal para productos ultraprocesados y es uno de los piensos más extendidos de la industria cárnica. Estos nuevos monarcas agrícolas, que son la base de nuestra alimentación cada vez más pobre y homogénea, destruyen ecosistemas, violentan a los pueblos indígenas y afrodescendientes y dan continuidad así al saqueo colonial; pero, al mismo tiempo, han modificado nuestros hábitos alimenticios dejando nefastas consecuencias para nuestra salud. Ese es el círculo vicioso de una agricultura global convertida en negocio al servicio del capital.

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