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Tribuna
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Inteligencia en el fin de ETA

Se necesitó tiempo para invertir la opinión vasca poniéndola junto a la democracia y aislando a los terroristas

Luis R. Aizpeolea
El abogado surafricano Brian Currin, del denominado Grupo Internacional de Contacto, pone fin a la labor iniciada en 2011 en un acto organizado en San Sebastián.
El abogado surafricano Brian Currin, del denominado Grupo Internacional de Contacto, pone fin a la labor iniciada en 2011 en un acto organizado en San Sebastián.javier hernández juantegui

En los siete años transcurridos desde el cese del terrorismo de ETA —cuyo aniversario celebramos hoy— ha proliferado la literatura sobre el tema. Existe práctica unanimidad en considerar injustificable su existencia antidemocrática —que el 95% de sus asesinatos los cometiera muerto el dictador es inapelable— y en situar a sus víctimas en el centro del relato democrático. Pero ese consenso fundamental no alcanza al relato sobre su final. En medios conservadores abundan explicaciones simplistas que reducen el fin de ETA a una cadena de operaciones policiales y judiciales. Existen, incluso, versiones peores, aireadas por la extrema derecha, que concluyen que la democracia ha perdido la batalla antiterrorista al permanecer ETA en las instituciones, encarnada en la izquierda abertzale. Esta versión falsa oculta que los tribunales decidieron su legalización en 2011 porque sus nuevos estatutos condenan el terrorismo etarra expresamente. También oculta que el objetivo de los Pactos de Ajuria Enea y Madrid —el acuerdo unánime de los partidos democráticos contra ETA, referente político de su fin— era precisamente que el terrorismo desapareciera y sus objetivos independentistas los asumiera su brazo político en las instituciones.

Es indiscutible que la acción policial y la judicial —con la ilegalización de la izquierda abertzale en 2002— fueron decisivas para el fin de ETA. Pero explican insuficientemente su final al no reconocer su orientación política: el triunfo en la batalla de la opinión vasca del relato democrático sobre el totalitario de una ETA arraigada en Euskadi.

En sus Memorias de Euskadi, Ramón Jáuregui (delegado del Gobierno en Euskadi, vicepresidente del Ejecutivo vasco y ministro) describe cómo, en la Transición, ETA era poderosa, alimentada en la dictadura, asentada en Francia, financiada por la extorsión, con notable apoyo en Euskadi y comprensión internacional. En contraste, el Estado estaba aislado, desprestigiado por una acción policial inadaptada a la democracia, por la guerra sucia heredada del franquismo que facilitaba la espoleta acción-represión.

Rubalcaba retó a la izquierda ‘abertzale’: “Si queréis ser legales o convencéis a ETA que abandone o rompéis con ella. Elegid entre votos o bombas”

Cambiar aquella situación requirió mucho tiempo, el que necesitó la política para invertir la opinión vasca poniéndola junto a la democracia y aislando a los terroristas, lo que implicó sumar fuerzas, incluido el nacionalismo democrático, y subordinar el debate ideológico al combate antiterrorista. El paso decisivo en esa batalla de opinión fue el Pacto de Ajuria Enea de 1988. La unión de nacionalistas y no nacionalistas contra el terrorismo, estimulada por las atrocidades de ETA, impulsó la movilización social, inició el apoyo vasco a las fuerzas de Seguridad, potenció su eficacia, abrió fisuras en su brazo político y contribuyó a su aislamiento.

Las conversaciones de Argel entre el Gobierno de Felipe González y ETA, y rotas por los terroristas, intensificaron la colaboración de Francia, que aceptó la presencia policial española y desarticuló, por vez primera, la dirección etarra.

El relato conservador no valora el Pacto de Ajuria Enea, amparándose en que el Pacto de Lizarra lo rompió en 1998 al enfrentar nacionalismo y constitucionalismo con un letal retroceso, paliado por la resistencia cívica. Pero elude que fue recuperado como referente político en el tramo final de ETA (entre 2004 y 2011), como reconoce el entonces ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, en la película El fin de ETA. El relato conservador tampoco valora otros hitos políticos del fin de ETA como el proceso dialogado de 2006 entre el Gobierno y la banda, roto por los etarras en Barajas, y es porque el PP lo atacó en su día. Pero el atentado de Barajas, al arruinar el proceso dialogado, enfrentó los intereses de la izquierda abertzale y de parte de los presos con ETA. El Gobierno socialista supo utilizar esas contradicciones, resumidas en el reto de Pérez Rubalcaba a la izquierda abertzale: “Si queréis ser legales, o convencéis a ETA para que abandone o rompéis con ella. Elegid entre votos o bombas”. O zanahoria o palo. Finalmente, ETA, desgastada por una eficacia policial, reforzada internacionalmente tras la irrupción del yihadismo, con masivo rechazo social y presionada por la izquierda abertzale, declaró el cese definitivo del terrorismo.

La falta de reconocimiento en medios conservadores de la primacía de una estrategia política orientada a ganar la larga batalla de la opinión vasca para la democracia debilitando a ETA, a aprovechar las contradicciones entre la banda y su brazo político, a combinar el palo y la zanahoria, les impidió aprender la lección de que la clave del final etarra estuvo en la inteligencia política. De haberlo asumido, y salvando las distancias de la singularidad vasca, es probable que el Gobierno conservador no se hubiera equivocado tanto en Cataluña. Confiarlo todo a policías y tribunales no es la solución. Priorizar el combate ideológico sobre la política, tampoco. El fondo de la cuestión es ganar la batalla de opinión que requiere una estrategia política que en Euskadi funcionó: combinar política y Estado de derecho, diálogo y legalidad dirigidos por una inteligencia política inclusiva.

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