Dimisionarios
Sin llegar a ser cotidianas, las renuncias han dejado de ser inéditas

Admitámoslo pronto: somos un país de necrófilos. Nos gusta un muerto, un entierro, un velorio. Mejor aún si es en vida y podemos verle la jeta al finado en el mismísimo trance de irse o que le envíen al otro barrio. Nos priva un deceso, sostengo, siempre que no sea el nuestro ni nos toque demasiado cerca. Y nos prenda, sospecho, porque nos horroriza y nos fascina al mismo tiempo constatar que aquí la palmamos todos pero que, por ahora, el muerto es otro. Por eso, por mucho que cantemos sus alabanzas o hundamos otro clavo en el féretro del difunto, nos encanta una dimisión, que no deja de ser una muerte civil de libro, sobre todo si es a la fuerza y la echan en directo por la tele. Tanto, que es de las pocas veces en que he visto embobadita a la parroquia con algo que no sea fútbol en los plasmas de los bares.
Sin llegar a ser cotidianas, las renuncias han dejado de ser inéditas y hemos visto dimitir de lo suyo a unos cuantos notables pillados en falta. Desde el Rey emérito hasta ministros y ediles de todo pelaje. Pues bien: visto uno, vistos todos. No hay nada que se parezca más a un dimisionario que otro dimisionario, o dimisionaria. Puede que no todos seamos iguales, como clamó la última en hacerse el harakiri inducido, pero, en el fatal momento del tránsito, desaparecen asesores, argumentarios y rímeles resistentes al agua y vemos al fiambre político en cueros vivos. La soberbia y la vergüenza. El estupor y el vértigo. El yo no sabía, el y tú más, el soy inocente pero me voy para no dañar a mi partido, el qué he hecho yo para merecer esto. El autobombo y la autocompasión a toneladas. Un estriptis total bajo el escudo armado del rostro que da entre repelús, placer culpable y penita verlo, como dicen que dan esos malos buenos ratos que se pasan con el cine porno o el de miedo. Después viene lo solos que se quedan los muertos. Estos pueden leer su propia necrológica. No es poco.
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