Los hombres en ‘El cuento de la criada’: ¿qué dice de nosotros la serie de la década?
Esta es la serie que los hombres debemos ver no solo para entender la lucha de las mujeres, sino para comprender algunos rasgos de nosotros mismos
Ayer llegó a España el último episodio de la segunda temporada de El cuento de la criada (no hay Spoilers de los últimos episodios de la segunda temporada en este artículo), que en España ofrece HBO. Lo que ha ocurrido con esta serie es un fenómeno de pocos precedentes. Los productos de ficción pueden tener el respaldo de la crítica, del público o de las galas de premios, pero El cuento de la criada ha conseguido algo mucho más trascendental: ser la serie que hay que ver, la que retrata de modo inquietante este momento y este lugar en el que estamos viviendo. Claro que lo hace a menudo con brocha gorda (las torturas, la crueldad, el melodrama ocasional), pero de vez en cuando es imposible no sentir la familiaridad inquietante de un trazo fino en el momento más inesperado. Es imposible no percibir como algo inquietantemente plausible y cercano el horror que vemos en la pantalla.
En 'El cuento de la criada' hay mujeres gestando los hijos de los poderosos, hay niños separados de sus madres, hay derechos civiles que se van perdiendo, hay unas clases sociales férreamente marcadas, hay crímenes disfrazados de tradición, hay una vigilancia constante del ciudadano y un planeta que estamos aniquilando
En El cuento de la criada, basado en la novela de Margaret Atwood que ya fue adaptada al cine en 1990, hay mujeres de clase media gestando a los hijos de los poderosos, hay niños separados de sus madres, hay derechos civiles que se van perdiendo, hay unas clases sociales férreamente marcadas, hay crímenes disfrazados de tradición, hay una vigilancia constante del ciudadano y un planeta que estamos aniquilando. Todo esto, en el plano de lo real, lleva gestándose mucho tiempo, desde antes de que ni siquiera cambiásemos de siglo, pero Donald Trump lo ha personificado como nadie. Y lo más curioso de todo es que su victoria llegó cuando la serie estaba grabando su primera temporada. Es probable que en un mundo sin Trump, sin Salvini y sin Brexit, su visionado no fuese lo mismo. Esta ficción ha tenido suerte en su sentido de la oportunidad. Los que hemos tenido mala suerte somos el resto.
En Gilead, la república ficticia que en la serie sustituye a Estados Unidos tras un golpe de estado, toda la mala suerte la tienen las mujeres y también es para ellas el protagonismo y la heroicidad. ¿Pero qué dice la serie de los hombres? Hay algo muy curioso sobre ellos: durante gran parte de la primera y segunda temporada no hay en la serie ningún varón directa y explícitamente malvado (aunque es incuestionable la maldad de quien ha creado un sistema político de ese tipo) y tampoco ninguno directa y explícitamente bueno, que no parezca ocultar alguna motivación. La violencia sobre las mujeres es casi siempre ejercida por otras mujeres. Los hombres de Gilead han creado ese entorno y se han sentado a observar. Las mujeres son las víctimas a ambos lados del espectro: las oprimidas por la maldad y las opresoras por el miedo.
El comandante Waterford, una de las mentes pensantes de Gilead y a todas luces un villano de los peores, se nos antoja inquietamente simpático. Él trata bien a June –la protagonista, interpretada por Elizabeth Moss–, la invita a su despacho a jugar al Scrabble, llega a expresar algo parecido a empatía por ella en alguna ocasión y en ocasiones cede a sus deseos y peticiones. Waterford personifica como nadie el encanto que puede llegar a tener sobre nosotros un malvado, ese dictador de manual dispuesto a arrasar a la masa mientras ayuda a una mujer desvalida, el que ejecuta a un grupo entero de ciudadanos, pero luego es encantador en las distancias cortas. Curiosamente, y salvando mucho las distancias (él no ha ejecutado a nadie), el propio Trump es un ejemplo. A veces resulta imposible para el espectador casual no encontrar en él cierto atractivo: un guiño, una concesión al humor, un gesto que deja ver la densidad humana que existe debajo del tirano con el peinado gracioso.
Waterford, claro, también es un hombre que no está dispuesto a dejar de satisfacer sus instintos aunque anule los de los demás (en Gilead el sexo está reservado a la reproducción). En la serie no tarda en hacer acto de aparición un burdel en el que las criadas más afortunadas son enviadas a trabajar como prostitutas a servicio de los hombres de la élite. Es en esos momentos, en los que Waterford se salta sus propias reglas para tener sexo con June sin la mirada de su esposa, cuando se nos antoja más humano. Lo cual confirma, por si necesitábamos confirmación, que las normas que los hombres han inventado para Gilead han olvidado por completo la humanidad y sus habitantes solo la recuperan cuando se las saltan.
El esposo de June, Luke, que logra cruzar la frontera cuando huían del país en el primer episodio, parece un dechado de virtudes, pero pronto sabemos que comenzó su relación con June cuando aún estaba con su anterior esposa. Y en una escena retrospectiva, cuando esta se queda sin trabajo debido a las nuevas normas del sistema, se apresura a afirmar que él se hará cargo de la economía familiar, sin comprender que el golpe para June (las mujeres han perdido todos sus derechos en el nuevo régimen) es muchísimo más duro que lo meramente monetario.
La violencia sobre las mujeres es casi siempre ejercida por otras mujeres. Los hombres de Gilead han creado ese entorno y se han sentado a observar
Luke es probablemente el único hombre absolutamente íntegro de esta serie, pero es llamativo que esté atado de pies y manos. No puede hacer nada desde Canadá por ayudar a las mujeres que son sistemáticamente violadas cada día en el país de al lado. Él es ese hombre que observa impotente, tal vez uno que existe por millones en el mundo. Y en ese sentido pone los pelos de punta la aparición de otro en un episodio clave de la serie: el quinto de la primera temporada, aquel en el que aparecen unos delegados del gobierno mexicano y, ante la petición de ayuda de June, ante sus revelaciones de que las mujeres están siendo violadas y ejecutadas a diario, un tal señor Flores le dice, literalmente, que no pueden hacer nada. Esos encuentros entre mandatarios de aquí y de allí, esas manos que se estrechan entre un miembro de un país democrático y un dictador, las vemos de forma tan recurrente en televisión que es imposible contemplar esa escena sin sentir un escalofrío. Hay hombres buenos que no hacen nada. Y somos nosotros.
Después está Nick, tal vez uno de los personajes más intrigantes e interesantes de la serie. Nick (interpretado por Max Minghella) es asistente del comandante Waterford y también un “ojo” (como se denomina a los espías del régimen y una figura que existe actualmente en lugares como, por ejemplo, Corea del Norte). Nunca sonríe. De hecho, casi nunca gesticula. Sus intenciones son un misterio, aunque tenemos claro que ama a June. Un amor que muestra en silencio y sin aspavientos. Si los hombres que no son capaces de demostrar que tienen un corazón tuviesen que elegir un santo patrón, Nick podría tener su rostro.
Algunos espectadores de la serie señalaron en su momento (durante la primera temporada) un elemento interesante que podría hacernos sospechar de Nick: en una sociedad donde el sexo estaba prohibido, June era la única mujer con la que podía acostarse de forma clandestina y segura. ¿Lo llamaba amor si quería decir sexo? ¿Quería a June solo para lo carnal? La segunda temporada y los sacrificios de Nick para ayudar a June demostraron que no. Es más: al dejar a June embarazada (algo que no conseguía el comandante Waterford), Nick salva su vida. Porque una criada que no es capaz de quedarse encinta no sirve para nada en Gilead.
Fred Waterford, Nick, Luke, el señor Flores... ¿qué tienen ellos en común? En mayor o menor grado, tienen más poder que las mujeres. Gobiernan sobre los úteros de las mujeres. Dibujan la hoja de ruta de las vidas de las mujeres. En ese sentido, el mundo que dibuja El cuento de la criada es un retrato bestial y deprimente de una realidad que lleva siglos apuntalada. No solo por los hechos que retrata, sino por la forma en que sus protagonistas los asumen: por cómo se acostumbran al horror cotidiano y acaban desdibujándolo, por cómo los sentimientos religiosos acaban teniendo cabida en la justicia y en el poder y por cómo las víctimas acaban enfrentándose entre sí cuando no queda nadie más con quien enfrentarse. Para ser un cuento feminista, la frase más terrorífica sale de la boca de una mujer. La pronuncia la tía Lydia y dice así: "En poco tiempo, esto os parecerá normal".
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