Virilidad en el Peloponeso
Para vestir como los guerreros helenos hay que creérselo mucho, como Lord Byron, y ser capaz igual que él de morir enfebrecido en Mesolongi


No hay ropa masculina más virilmente extravagante que la tradicional griega. Viene esto a cuento de que he estado unos días recorriendo el Peloponeso y me he empapado de historias de las luchas de independencia contra los turcos (y me he probado cosas). ¡Qué envidia tengo de esos feroces guerreros helenos, todo corazón, pistolas, sables y coraje! (y correaje). Aunque para vestir como ellos has de creértelo mucho, como Lord Byron, y ser capaz igual que él de morir enfebrecido en Mesolongi.
El luchador griego se caracteriza por la vestimenta, tan romántica que produce vértigo y hasta hipo. Miras un retrato de, no sé, pongamos Dimitris Plapoltas, el líder contra los otomanos que capturó el castillo de Corinto, y entiendes el asombro que provocaba en el enemigo al entrar en combate así ataviado, que parecía que iba a una fiesta zíngara. Vestía falda larga, blusón de mangas anchas, chalequito con bordados, faja, capa corta, gorro con crin y bandoleras de cartuchos. Añádase coleta y botas altas. Yo soy un turco y antes de dispararle le silbo. Claro que de esa gente podías pitorrearte, pero de lejos, porque cuando cargaban lanzando alaridos y esgrimiendo su arsenal portátil, que incluía multitud de cosas afiladas, ni una broma, tú. Se te ponían los kofte (albondiguillas turcas) por corbata. A Nikitas Stamatelopoulos, que rompió cuatro espadas en la batalla de Dervenakia, no le llamaban por nada Turkofagos, el cometurcos.
No sé cómo meter en estas líneas una de mis grandes experiencias griegas: la vez en que, siendo yo un jovencito y bisoño periodista y ella ministra de Cultura, Melina Mercouri me besó en la boca mientras le preguntaba por los mármoles del Partenón
Plapoltas, nativo de Paloumba, Arcadia, se convirtió en general y formó parte de la Falange Real y la Guardia Montada y a los 60 años se casó con una mujer de 30, a la que conquistó cuando ella le vio bailar, que ahí los griegos, es sabido, lo echan todo. No sé cómo meter en estas líneas una de mis grandes experiencias griegas, que fue la vez en que, siendo yo un jovencito y bisoño periodista y ella ministra de Cultura, Melina Mercouri me besó inesperadamente en la boca mientras le preguntaba por los mármoles del Partenón: sabía a café y Gitanes.
Los luchadores de la independencia eran bandas de irregulares, muchos de ellos directamente kleftes, bandidos, mandadas por sus propios kapetanios, capitanes. Vestían en consonancia con su espíritu libre y salvaje variopintas y pintorescas versiones de la ropa tradicional, que es como si los catalanes libráramos el procés vestidos de sardana.
Durante el viaje por el Peloponeso, recalé en Nauplion, que vivió algunos episodios intensos durante la guerra con los turcos, como la toma del Palamidi, el castillo que domina la población y que yo no es que fuera incapaz de tomarlo, es que no me atreví ni a subir (se accede por una escalera de 857 peldaños), así que me quedé sin ver el yatagán otomano que, dicen, sangra cada viernes. Visité, eso sí, el Museo Militar, que está lleno de armas históricas e imágenes impagables de los viejos luchadores. También se exhiben las insignias arrebatadas en otra lucha, la II Guerra Mundial, a la división italiana de los Lobos de la Toscana, que huyeron con el rabo entre las piernas.
Embargado de admiración y envidioso de su estilazo, he rendido tributo por todo el Peloponeso a los heroicos combatientes. Cada vez me he encasquetado el farion, el gorro de los ezvones, la guardia presidencial cuyo uniforme, de la cabeza a los perikelides (los calcetines) es un homenaje a los viejos luchadores (la falda tiene 400 pliegues en recuerdo de los años de ocupación turca), y he cantado la primera estrofa del himno nacional: “Te conozco por el filo tan terrible de tu espada”. Y para rematar, un sirtaki que ríete tú de Zorba. Yassou!
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