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Tribuna
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Ser o no ser IU

El problema es una política errática, una formación diluida y una estrategia que no mira al adversario

La dirección central de Izquierda Unida (IU) propone cambiar de nombre, por otro más inclusivo de sus componentes, a la coalición con Podemos. Vuelve la tan denostada caja de herramientas. Sin embargo, el problema es el contenido: una política errática, una IU diluida y una estrategia más preocupada del sorpasso al vecino que del adversario político. En la pérdida del millón de votos en las generales de junio de 2016, además de un nombre que negaba la identidad de IU, de la humillación del quinto puesto por Madrid y del tercero por Asturias, primó el fracaso del cambio y la investidura.

Lo dije en su momento. Tras la proclama sorpassiana se escondía el intento de paliar el efecto electoral del error compartido en la investidura. La pérdida de identidad y de movilización del electorado han continuado como consecuencia de la incapacidad para el acuerdo, de una inexistente agenda social compartida y de los errores sobre Cataluña. La sobreactuación de la moción de censura de unos o las expectativas regeneradoras de las primarias de otros, flor de un día. Proclamar, por otra parte, el federalismo republicano y practicar el denostado centralismo (cuando no el cesarismo) es una contradicción difícil de explicar.

Las encuestas muestran debilidad, aunque es más sólido el espacio electoral de IU que el del conjunto de Unidos Podemos. Un electorado que no se resignará a la orfandad o a la obligada acogida durante mucho tiempo. Por ello, no debemos abandonar el espacio político de una izquierda seria, de diálogo y federalista, sin forzar de nuevo la fusión fría de espacios y culturas diferentes, aunque luego necesariamente deban colaborar.

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No nos engañemos, el problema de la actual dirección de IU no es con nosotros, ni con su ala motejada de conservadora, a la que menosprecia con porcentajes. El verdadero problema lo tiene con la realidad de una izquierda cuya pluralidad supera los esquemas de coalición y con unos votantes que no admiten mezclas contradictorias y apresuradas por razones de correlaciones internas.

No callaré porque estamos en un momento decisivo para volver a representar o dejar huérfano el espacio de la izquierda y su comunidad de ideas. Ese electorado quiere mantener su representación e IU no merece la desaparición silenciosa de su cultura política. La idea de darle la vuelta transmutándola en un movimiento se corresponde también con hacer tabla rasa del pasado. Solo quedarían el periodo heroico de la República, la lucha antifranquista y la etapa de Julio Anguita como antecedentes. No así de la Transición —el pecado original— ni del resto del periodo democrático, fruto amargo de una izquierda domesticada y pactista con el denominado “Régimen del 78”. Yo me reconozco en todos ellos.

Su análisis dogmático menosprecia la acción política en favor del movimientismo y el acuerdo político en favor del antagonismo. No es autocrítica, es demolición. El movimiento social como alternativa, en el fondo, forma parte de un prejuicio populista sobre la política y las instituciones, burda confusión entre estructura y función. Niegan la representación ciudadana, sus contradicciones y el espacio autónomo de los movimientos sociales y los sindicatos.

Y si falta equilibrio y mesura en la valoración del pasado, también sobre las posibilidades del presente. Portugal es la demostración modesta de que el acuerdo y el gobierno de la izquierda son posibles, sin mezclas ni disoluciones previas. Existe espacio para una política alternativa en Europa.

En contraste con el país vecino, España es el exponente de la frustración de un cambio de representación en una izquierda que se quedó a las puertas del Gobierno en favor de gestos sin contenido. Rajoy lleva dos años en precario, empantanado por continuos casos de corrupción, pero con apoyos suficientes para poner en marcha el 155 en Cataluña o aprobar un presupuesto.

Fuera de la realidad, en la izquierda seguimos mirándonos de reojo. Se han sustituido política por moralina; justicia, por furor justiciero. No es ni buena ni nueva política, mucho menos es propio de la tradición democrática, laica y republicana. Nuestra dialéctica sigue siendo de clase, poco que ver con la de una casta que se amplía a conveniencia para incluir a todos los considerados adversarios. La huida hacia adelante de someter todo a plebiscito interno, incluso lo más privado, tampoco es más democrática. De hecho, devalúa la democracia participativa y elude la responsabilidad de los dirigentes.

Gaspar Llamazares, portavoz de IU en la Junta General del Principado de Asturias.

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