Posesión angélica
Hay que pretender ser los mejores pero no serlo aún: se necesita 'merchandising' patriótico para salir del hoyo. De ese producto quiere la patente Ciudadanos
El nacionalismo crece con más alegría desde una posición de inferioridad, impostada o no. Se fomenta la idea de que a donde no llega la política lo harán las emociones, y se reúne a la gente en torno a unos símbolos explotados hasta el delirio. Sobran ejemplos en el siglo XX y empiezan a sobrar en el XXI. Hay un elemento común: la felicidad. La felicidad es uno de esos bienes inmateriales con los que se trafica políticamente con resultados ridículos o catastróficos, según la decepción resultante. Debajo de cada muestra de orgullo por el lugar en el que vives, como si hubieses hecho unas oposiciones para nacer o empadronarte, está la promesa de ser un ciudadano feliz. Esto prendió en Cataluña gracias a una idea: se presentan como una nación encerrada en una comunidad autónoma.
¿Por qué habría de reivindicarse, entonces, el españolismo? Para que ese nacionalismo se venda entre la clientela no se necesita sólo de un contrario atizándolo, sino también de un diagnóstico sombrío. Hay que pretender ser los mejores pero no serlo aún: hace falta merchandising patriótico para salir del hoyo. De ese producto quiere la patente Ciudadanos. Por tanto España, según sus comerciales, exige un "patriotismo cívico” (“el nacionalismo del siglo XXI te quiere convencer de que es cívico, inclusivo y cosmopolita. Rechaza ser sectario, supremacista o intolerante, pero lo es” , Ignatieff en El País Semanal). Porque somos, según declaró Rivera este domingo, una nación acomplejada y sin prestigio, cuyos ciudadanos no creen en la democracia y en las instituciones; una nación conformista. Todo esto lo enumeró en positivo: hay que ser fuertes para recuperar lo perdido. Quitarse los “complejos”, como si aprenderse la letra de Marta Sánchez no supusiese un complejo aún más grande. En su acto de afirmación nacional se llegó a tal paroxismo que un prestigioso investigador contra el cáncer dijo que España podría ser una potencia científica porque nos diferencia del resto “nuestra alegría”.
La mejor escena que describe todo este encanto es la de un adolescente alemán de los años 30 cantando ‘El mañana es nuestro’ rodeado por mayores que empiezan a unirse emocionados al coro. Si uno se salta la grotesca comparación histórica, que no se pretende, aparece un patrón común en todas las exaltaciones: el gregarismo que disuelve las diferencias. La escena la encontró Rafael Sánchez Ferlosio en la película Cabaret, y la imagen le sugiere la “posesión angélica” (Babel contra Babel, Debate, 2016). Según el escritor, el adolescente no canta otra cosa que la purificación. “El anhelo de purificación nace de un sentimiento de impureza mucho más amplio e indefinido que el que remite estrictamente a una culpa moral; un pueblo puede sentirse impuro por un estado de insatisfacción, de hastío o de rencor hacia sí mismo, o una difusa paranoia de malevolencia ajena”.
Ocurre que “el diablo se apodera de individuos, el ángel se apodera de colectividades”. De este modo al infierno se puede ir no con miedo, sino cantando de la mano en feliz comunión creyendo todos, rojos y azules, jóvenes y mayores, trabajadores y empresarios, que compartir un trozo de tierra en un tiempo determinado les hará acreedores del mismo destino. Con suerte no será así.
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